mariovargas.llosa

Biograf�a

Poes�a

Prosa

El sexo fr�o


La se�ora Diana Blood est� de pl�cemes: pronto tendr� un beb�, sue�o que acaricia hace muchos a�os. Los m�dicos aseguran que el futuro ciudadano (o ciudadana) del tercer milenio est� bien instalado en la placenta y ella espera ansiosa las primeras pataditas en el vientre de su v�stago en formaci�n. �Comparte el se�or Stephen Blood la alegr�a de su c�nyuge por el pr�ximo advenimiento? Imposible saberlo, pues el marido de Diana y padre de la criatura falleci� hace m�s de tres a�os, v�ctima de una fulminante meningitis cerebroespinal. 

En efecto, el heredero de los Blood no fue gestado como el com�n de los vulgares mortales, en un delicado o ep�nimo encuentro carnal de sus progenitores soliviantados por amoroso deseo; su gestaci�n tuvo m�s bien los ribetes de los macabros folletines decimon�nicos de Xavier de Montep�n que mi abuelita Carmen le�a con fruici�n, y, en vez de sudorosos y ardientes intercambios, se fragu� en un truculento proceso cient�fico y legal, al que sirvieron de escenario no mullidas alcobas o lechos revueltos, sino as�pticos quir�fanos, circunspectos tribunales, ruidosas pol�micas �ticas, jur�dicas y tecnol�gicas, aderezado todo ello con algunas de las especies indispensables en un verdadero melodrama: esc�ndalo, muerte, contrabando y final feliz. 

La historia, que, una vez m�s, confirma mi creencia de que el realismo m�gico tiene mucho m�s que ver con Inglaterra que con la literatura latinoamericana, es la siguiente. Diana y Stephen se conocieron cuando estaban en el �ltimo a�o de colegio y fueron novios cerca de catorce a�os hasta que decidieron casarse. La tragedia acechaba esa uni�n. Un infausto d�a de febrero de 1995, Stephen, que acababa de cumplir apenas treinta a�os, se sinti� mal. Horas despu�s deliraba por la fiebre y era v�ctima de un paro card�aco. Llevado de urgencia al hospital, los galenos detectaron la bacteria mort�fera de la meningitis y anunciaron a Diana que su joven esposo ten�a los d�as contados. 

�Qui�n, si no una inglesa, hubiera tenido en esos momentos de tribulaci�n y desespero ante la perspectiva de una inminente viudez, la presencia de �nimo de Diana Blood? Pragm�tica irredimible, la muchacha pidi� a los m�dicos que extrajeran unas muestras de semen del cuerpo de Stephen, antes de que se lo arrebataran las parcas. S�lo un facultativo, entre la numerosa fauna m�dica de Sheffield, estuvo a la altura del desgarrado clamor: el doctor Ian Cooke, profesor de obstetricia y ginecolog�a de la Universidad local, quien, sin m�s, procedi�, cuando Stephen hab�a entrado ya en el coma y le quedaban s�lo veinticuatro horas en este proceloso mundo, a privarlo de un primer pu�ado de viriles espermatozoides, operaci�n que, precavido, repiti� una segunda vez cuando ya se hab�a desconectado la m�quina de reanimaci�n que manten�a en vida al malogrado marido. El doctor Cooke cobr� doscientas cincuenta libras esterlinas por sus servicios y el hurtado semen de Stephen fue preservado, a temperaturas polares, en una cl�nica de Sheffield. 

Comenz� entonces la segunda parte -la jur�dico-procesal- del �pico embarazo de la formidable Diana Blood, fr�gil silueta longu�sima cuyos pl�cidos ojos y t�mido hablar no revelan para nada el incombustible car�cter del personaje. La Autoridad encargada de la Fertilizaci�n Humana y Embriolog�a (HFEA) en el Reino Unido deneg� el permiso que Diana requer�a para ser impregnada con el semen de su esposo difunto, argumentando que, como no se pod�a probar que Stephen hubiera consentido a esta impregnaci�n, autorizarla ser�a una violaci�n de los derechos del muerto (la paternidad debe ser querida, no infligida). 

Para entonces, gracias a la prensa amarilla, el asunto ya hab�a alcanzado dimensiones de esc�ndalo, y el empe�o de Diana Blood de ser embarazada p�stumamente despertaba simpat�as crecientes y militantes. Se formaron comit�s, se hicieron marchas, se firmaron proclamas solidarias y se recogieron fondos para financiar la costosa batalla legal (cincuenta mil libras esterlinas). La Corte de Apelaciones, a la que Diana recurri� en �ltima instancia, fue insensible a los emotivos argumentos de la viuda: el semen del extinto Stephen Blood no pod�a fertilizar a nadie, ni siquiera a su leg�tima esposa, sin su posible consentimiento. El argumento b�blico esgrimido por Diana ("Hay un pasaje, en los Efesos, donde se dice que, cuando un hombre toma a una mujer, los dos se convierten en una sola carne; el cuerpo de mi esposo y el m�o fueron uno solo, y, por lo tanto, su esperma es tan m�a como suya") fue desechado con rotundidad, como mera ret�rica. 

�Estaba, pues, todo perdido? �Qu� ocurrencia! Los astutos jurisconsultos que asesoraban a la viuda impaciente de pre�ez, recurrieron a una carambola jur�dica: pedir un permiso de exportaci�n (como producto no tradicional, me imagino) para los enfriados espermatozoides de Stephen Blood hacia un pa�s donde la justicia fuera menos quisquillosa que en Inglaterra con los derechos humanos de los cad�veres. Luego de un intenso proceso que hizo correr r�os de tinta chismogr�fica a los pasquines sensacionalistas, la Corte Superior neg� el permiso, aduciendo lo obvio: que la raz�n por la que Diana Blood quer�a exportar al extranjero el congelado semen del desaparecido no era para orearlo con las brisas continentales europeas, ni exhibirlo como reliquia laica, sino perpetrar, al amparo de sistemas legales menos estrictos, un acto considerado ilegal por la justicia brit�nica. Impermeable al desaliento, Diana Blood recurri�, y en una sentencia que provoc� dispares comentarios -aullidos de entusiasmo entre sus partidarios y execraciones sordas de los apegados al esp�ritu y la letra de la ley- la Corte de Apelaciones, en febrero pasado, autoriz� el pedido de exportaci�n, con una sentencia que hubiera envidiado el molieresco Tartufo: el l�gamo seminal de Mr. Blood no est� autorizado a fecundar a nadie, aunque s� a viajar. 

Siempre sumidos en su g�lida siesta, que duraba ya tres a�os, los espermatozoides de Stephen Blood volaron a la hospitalaria Bruselas. All�, en una instituci�n especializada, por lo visto, en acometer estos acoplamientos vicarios entre vivos y muertos, llamado el Centro de Medicina Reproductiva, asociado a la Universidad Libre, se produjo por fin la a�orada fecundaci�n de Diana Blood. Durante nueve meses -lapso simb�lico-, los doctores del Centro discutieron, indecisos: �deb�an proceder, pese a la resoluci�n contraria de los tribunales brit�nicos? Finalmente, la respuesta fue s�. El acto, a juzgar por las escuetas descripciones de la prensa, puede ser calificado de todo -maravilla de la ciencia m�dica, macabra c�pula, bodas t�tricas, inquietante esperpento sexual-, salvo er�tico. Un espermatozoide fue inyectado en un �vulo (me resisto a traducir la palabra egg por el crudo huevo malsonante del espa�ol peruano) e implantado en el claustro materno. Intangible pese a la escalofriante cuarentena, el invisible estambre de quien fue Stephen Blood despert�, se desperez� y, estimulado por la calidez de su nuevo habitat, cumpli� a cabalidad: es ahora un reto�o en progresi�n que produce a la dichosa Diana Blood maternales mareos y graciosos antojos. 

�Final feliz? Todav�a no es seguro: coherente consigo misma hasta la inhumanidad e indiferente a la perfecta culminaci�n anecd�tica de la historia, la justicia brit�nica no ha dicho la �ltima palabra. No se puede descartar, desde luego, que asuma resueltamente su papel de aguafiestas y sancione a Diana Blood por haber transgredido la ley, violentando los derechos humanos de su extinto marido al imponerle, m�s all� de la tumba, una involuntaria paternidad. �Qui�n duda que, de ser as�, acompa�ada por la solidaridad de multitudinarias asociaciones e individuos sensibles a las bellezas sentimentales de la truculencia y el follet�n, acudir� a la Corte Internacional de La Haya y al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, en busca de reparaci�n y desagravio, que por cierto obtendr�? 

En lo que a m� concierne, mi coraz�n y mis pasiones est�n resueltamente del lado de la estupenda Diana Blood, viuda empecinada y recalcitrante. Pero, mi raz�n me dice que los empelucados jueces brit�nicos tal vez estaban en lo justo, tratando de impedir que, sin la aprobaci�n expresa de Stephen, aquella esperma que las manos diestras del doctor Ian Cooke le birlaron in art�culo mortis, sirva para aumentar la ya excesiva poblaci�n humana. Tengo la sospecha de que, si en este caso, la inseminaci�n tard�a parec�a generosamente inspirada y rom�ntica, ella sienta un precedente peligroso, que puede dar origen en el futuro a estafas sin cuento y suculentas picard�as. Y, adem�s, hombre de otras �pocas, confieso que el sexo fr�o, con probetas y anestesistas, me produce inconmensurable espanto.


El desaf�o


Est�bamos bebiendo cerveza, como todos los s�bados, cuando en la puerta del "R�o Bar" apareci� Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurr�a algo. 

- �Qu� pasa? - pregunt� Le�n. 

Leonidas arrastr� una silla y se sent� junto a nosotros. 

- Me muero de sed. 

Le serv� un vaso hasta el borde y la espuma rebals� sobre la mesa. Leonidas sopl� lentamente y se qued� mirando, pensativo, c�mo estallaban las burbujas. Luego bebi� de un trago hasta la �ltima gota. 
- Justo va a pelear esta noche - dijo, con una voz rara. 

Quedamos callados un momento. Le�n bebi�, Brice�o encendi� un cigarrillo. 

- Me encarg� que les avisara - agreg� Leonidas. - Quiere que vayan. 

Finalmente, Brice�o pregunt�: 

- �C�mo fue? 

- Se encontraron esta tarde en Catacaos. - Leonidas limpi� su frente con la mano y fustig� el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. - Ya se imaginan lo dem�s... 

- Bueno - dijo Le�n. Si ten�an que pelear, mejor que sea as�, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace. 

- Si - repiti� Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea as�. 

Las botellas hab�an quedado vac�as. Corr�a brisa y, unos momentos antes, hab�amos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que hab�an buscado la penumbra del malec�n comenzaban, tambi�n, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "R�o Bar" pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y re�an. 

- Son casi las nueve - dijo Le�n.- Mejor nos vamos. 

Salimos. 

- Bueno, muchachos - dijo Leonidas. - Gracias por la cerveza. 

- �Va a ser en "La Balsa", �no? - pregunt� Brice�o. 

- S�. A las once. Justo los esperar� a las diez y media, aqu� mismo. 

El viejo hizo un gesto de despedida y se alej� por la avenida Castilla. Viv�a en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parec�a custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos j�venes discut�an a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parec�a divertirse. 

- El Cojo lo va a matar - dijo, de pronto, Brice�o. 

- C�llate - dijo Le�n. 

- Nos separamos en la esquina de la iglesia. Camin� r�pidamente hasta mi casa. No hab�a nadie. Me puse un overol y dos chompas y ocult� la navaja en el bolsillo trasero del pantal�n, envuelta en el pa�uelo. Cuando sal�a, encontr� a mi mujer que llegaba. 


- �Otra vez a la calle? - dijo ella. 

- S�. Tengo que arreglar un asunto. 

El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresi�n que se hab�a muerto. 

- Tienes que levantarte temprano - insisti� ella - �Te has olvidado que trabajas los domingos? 

- No te preocupes - dije. - Regreso en unos minutos 

Camin� de vuelta hacia el "R�o Bar" y me sent� al mostrador. Ped� una cerveza y un s�ndwich, que no termin�: hab�a perdido el apetito. Alguien me toc� el hombro. Era Mois�s, el due�o del local. 

- �Es cierto lo de la pelea? 

- S�. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas. 

- No necesito que me adviertas - dijo. - Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos. 

- El Cojo es un asco de hombre. 

- Era tu amigo antes... - comenz� a decir Mois�s, pero se contuvo. 

Alguien llam� desde la terraza y se alej�, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado. 

- �Quieres que yo vaya? - me pregunt�. 

- No. Con nosotros basta, gracias. 

- Bueno. Av�same si puedo ayudar en algo. Justo es tambi�n mi amigo. - Tom� un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. - Anoche estuvo aqu� el Cojo con su grupo. No hac�a sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer a�icos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por ac�. 

- Hubiera querido verlo al Cojo - dije. - Cuando est� furioso su cara es muy chistosa. 
Mois�s se r�o. 

- Anoche parec�a el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir n�useas. 

Acab� la cerveza y sal� a caminar por el malec�n, pero regres� pronto. Desde la puerta del "R�o Bar" vi a 
Justo, solo, sentado en la terraza. Ten�a unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le sub�a por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parec�a un ni�o, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvi�, descubriendo a mis ojos la mancha morada que her�a la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos dec�an que hab�a sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que hab�a nacido en el d�a de la inundaci�n, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa). 

- Acabo de llegar - dijo. - �Qu� es de los otros? 

- Ya vienen. Deben estar en camino. 

Justo me mir� de frente. Pareci� que iba a sonre�r, pero se puso muy serio y volvi� la cabeza. 

- �C�mo fue lo de esta tarde? 

Encogi� los hombros e hizo un adem�n vago. 

- Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. �Te das cuenta? Si no pasa el cura, ah� mismo me deg�ellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separ� el cura. 

- �Eres muy hombre? - grit� el Cojo. 

- M�s que t� - grit� Justo. 

- Quietos, bestias - dec�a el cura. 

- �En "La Balsa" esta noche entonces? - grit� el Cojo. 

- Bueno - dijo Justo. - Eso fue todo. 

La gente que estaba en el "R�o Bar" hab�a disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza s�lo est�bamos nosotros. 

- He tra�do esto - dije, alcanz�ndole el pa�uelo. 

Justo abri� la navaja y la midi�. La hoja ten�a exactamente la dimensi�n de su mano, de la mu�eca a las u�as. Luego sac� otra navaja de su bolsillo y compar�. 

- Son iguales - dijo. - Me quedar� con la m�a, nom�s. 

Pidi� una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando. 

No tengo hora - dijo Justo - Pero deben ser m�s de las diez. Vamos a alcanzarlos. 

A la altura del puente nos encontramos con Brice�o y Le�n. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano. 
- Hermanito - dijo Le�n - Usted lo va a hacer trizas. 

- De eso ni hablar - dijo Brice�o. - El Cojo no tiene nada que hacer contigo. 

Los dos ten�an la misma ropa que antes, y parec�an haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegr�a. 

- Bajemos por aqu� - dijo Le�n - Es m�s corto. 

- No - dijo Justo. - Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora. 

Era extra�o ese temor, porque siempre hab�amos bajado al cause del r�o, descolg�ndonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el min�sculo camino hacia el lecho del r�o, Brice�o tropez� y lanz� una maldici�n. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hund�an, como si and�ramos sobre un mar de algodones. Le�n mir� detenidamente el cielo. 

- Hay muchas nubes - dijo; - la luna no va a servir de mucho esta noche. 

- Haremos fogatas - dijo Justo. 

- �Estas loco? - dije. - �Quieres que venga la polic�a? 

- Se puede arreglar - dijo Brice�o sin convicci�n.- 

Se podr�a postergar el asunto hasta ma�ana. No van a pelear a oscuras. 

Nadie contest� y Brice�o no volvi� a insistir. 

- Ah� est� "La Balsa" - dijo Le�n. 

En un tiempo, nadie sab�a cu�ndo, hab�a ca�do sobre el lecho del r�o un tronco de algarrobo tan enorme que cubr�a las tres cuartas partes del ancho del cause. 

Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no consegu�a levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada a�o, "La Balsa" se alejaba m�s de la ciudad. Nadie sab�a tampoco qui�n le puso el nombre de "La Balsa", pero as� lo designaban todos. 

- Ellos ya est�n ah� - dijo Le�n. 

Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el d�bil resplandor nocturno no distingu�amos las caras de quienes nos esperaban, s�lo sus siluetas. Eran cinco. Las cont�, tratando in�tilmente de descubrir al Cojo. 

- Anda t� - dijo Justo. 

Avanc� despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresi�n serena. 

- �Quieto! - grit� alguien. - �Qui�n es? 

- Juli�n - grit� - Juli�n Huertas. �Est�n ciegos? 

A mi encuentro sali� un peque�o bulto. Era el Chalupas. 

- Ya nos �bamos - dijo. - Pens�bamos que Justito hab�a ido a la comisar�a a pedir que lo cuidaran. 

- Quiero entenderme con un hombre - grit�, sin responderle - No con este mu�eco. 

- �Eres muy valiente? - pregunt� el Chalupas, con voz descompuesta. 

- �Silencio! - dijo el Cojo. Se hab�an aproximado todos ellos y el Cojo se adelant� hacia m�. Era alto, mucho m�s que todos los presentes. En la penumbra, yo no pod�a ver; s�lo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampi�a, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus p�mulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; dec�an que en esa pierna ten�a una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordi� cuando dorm�a pero nadie se la hab�a visto. 

- �Por qu� has tra�do a Leonidas? - dijo el Cojo, con voz ronca. 

- �A Leonidas? �Qui�n ha tra�do al Leonidas? 

El cojo se�al� con su dedo a un costado. El viejo hab�a estado unos metros m�s all�, sobre la arena, y al o�r que lo nombraban se acerc�. 

- �Qu� pasa conmigo! - dijo. Mirando al Cojo fijamente. - No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo. 

El Cojo vacil� antes de responder. Pens� que iba a insultarlo y, r�pido, llev� mi mano al bolsillo trasero. 

- No se meta, viejo - dijo el cojo amablemente. - No voy a pelearme con usted. 

- No creas que estoy tan viejo - dijo Leonidas. - He revolcado a muchos que eran mejores que t�. 

- Est� bien, viejo - dijo el Cojo. - Le creo. - Se dirigi� a m�: - �Est�n listos? 

- S�. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos. 

El Cojo se ri�. 

- T� bien sabes, Juli�n, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes. 

Uno de los que estaban detr�s del Cojo, se ri� tambi�n. El Cojo me extendi� algo. Estir� la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la hab�a tomado del filo; sent� un peque�o rasgu�o en la palma y un estremecimiento, el metal parec�a un trozo se hielo. 

- �Tienes f�sforos, viejo? 

Leonidas prendi� un f�sforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lami� las u�as. A la fr�gil luz de la llama examin� minuciosamente la navaja, la med� a lo ancho y a lo largo, comprob� su filo y su peso. 

- Est� bien - dije. 

- Chunga camin� entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Brice�o estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecer�an instant�neamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de Le�n, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Brice�o, que sudaba. 
- �Qui�n le dijo a usted que viniera? - pregunt� Justo, severamente. 

- Nadie me dijo. - afirm� Leonidas, en voz alta. - Vine porque quise. �Va usted a tomarme cuentas? 
Justo no contest�. Le hice una se�al y le mostr� a Chunga, que hab�a quedado un poco retrasado. Justo sac� su navaja y la arroj�. El arma cay� en alg�n lugar del cuerpo de Chunga y �ste se encogi�. 

- Perd�n - dije, palpando la arena en busca de la navaja. - Se me escap�. Aqu� est�. 

Las gracias se te van a quitar pronto - dijo Chunga. 

Luego, como hab�a hecho yo, al resplandor de un f�sforo pas� sus dedos sobre la hoja, nos la devolvi� sin decir nada, y regres� caminando a trancos largos hacia "La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa c�lida arrastraba en direcci�n al puente. Detr�s de nosotros, a los dos costados del cause, se ve�an las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos. 

- �Listos! - exclam� una voz, del otro lado. 

- �Listos! - grit� yo. 

En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se desliz� hasta el centro del terreno que limit�bamos los dos grupos. All�, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si hab�a piedras, huecos. Busqu� a Justo con la vista; Le�n y Brice�o hab�an pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendi� r�pidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonri�. Le extend� la mano. Comenz� a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tom� de los hombros. El Viejo se sac� una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado. 

- No te le acerques ni un momento. - El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. - 
Siempre de lejos. B�ilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el est�mago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Ag�chate, pisa firme... Ya, vaya, p�rtese como un hombre... 

Justo escuch� a Leonidas con la cabeza baja. Cre� que iba a abrazarlo, pero se limit� a hacer un gesto brusco. Arranc� la manta de las manos del viejo de un tir�n y se la envolvi� en el brazo. Despu�s se alej�; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su Mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal desped�a reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo. 

Quedaron unos instantes inm�viles, en silencio, dici�ndose seguramente con los ojos cu�nto se odiaban, observ�ndose, los m�sculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parec�an dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos j�venes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simult�neamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quiz� el primero fue Justo; un segundo antes, inici� sobre el sitio un balanceo lent�simo, que ascend�a desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imit�, meci�ndose tambi�n, sin apartar los pies. Sus posturas eran id�nticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio s�lo sus cuerpos se mov�an, sus cabezas, sus pies y sus manos permanec�an fijos. Imperceptiblemente, los dos hab�an ido inclin�ndose, extendiendo la espalda, las piernas en flexi�n, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describi� un c�rculo veloz. El trazo en el vac�o del arma, que roz� a Justo, sin herirlo, estaba a�n inconcluso cuando �ste, que era r�pido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tej�a un cerco en torno del otro, desliz�ndose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez m�s intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se hab�a encogido m�s, y en tanto daba vueltas sobre s� mismo, siguiendo la direcci�n de su adversario, lo persegu�a con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plant�; lo vimos caer sobre el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un mu�eco de resortes. 

- Ya est� - murmur� Brice�o. - lo rasg�. 

- En el hombro - dijo Leonidas. - Pero apenas. 

Sin haber dado un grito, firme en su posici�n, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abr�a y cerraba la guardia, ofrec�a su cuerpo y lo negaba, esquivo, �gil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quer�a marearlo, pero el Cojo ten�a experiencia y recursos. Rompi� el c�rculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo persegu�a a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo hu�a arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estir� dos veces el brazo, y las dos hall� s�lo el vac�o. "No te acerques tanto". Dijo Leonidas, junto a m�, en voz tan baja que s�lo yo pod�a o�rlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se hab�a empeque�ecido, repleg�ndose sobre s� mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que o�amos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante despu�s surgi� a un costado de la sombra gigantesca, otra, m�s delgada y esbelta, que de dos saltos volvi� a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenz� a girar el Cojo; mov�a su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que hab�a ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. "�Sal de ah�!", dijo Leonidas muy despacio. "�Por qu� demonios peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenz� tambi�n a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los rel�mpagos, pero los amagos no sorprend�an a ninguno: al movimiento r�pido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respond�a el otro, autom�ticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no pod�a ver las caras, pero cerraba los ojos y las ve�a, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los p�rpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inveros�mil; y Justo con su m�scara habitual de desprecio, acentuada por la c�lera, y sus labios h�medos de exasperaci�n y fatiga. Abr� los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, d�ndole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extra�amente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosi�n debi� sorprender al Cojo que, por un tiempo brev�simo, qued� indeciso y, cuando se inclin�, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no hab�a sido in�til del todo. Con el choque, la noche que nos envolv�a se pobl� de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cu�nto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir qui�n era qui�n, sin saber de que brazo part�an esos golpes, qu� garganta profer�a esos rugidos que se suced�an como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espect�culo de magia. 

Debimos estar anhelantes y �vidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pir�mide humana se dividi�, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos, dijo la voz de Le�n. Ya basta". Pero antes que intent�ramos movernos, el Cojo hab�a abandonado su emplazamiento como un b�lido. Justo no esquiv� la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorc�an sobre la arena, revolvi�ndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del r�o, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quiz� adivinando mi intenci�n, alguien se incorpor� de golpe y se mantuvo de pie junto al ca�do, cimbre�ndose peor que un borracho. Era el Cojo. 

En el forcejeo, hab�an perdido hasta las mantas, que reposaban un poco m�s all�, semejando una piedra de muchos v�rtices. "Vamos", dijo Le�n. Pero esta vez tambi�n ocurri� algo que nos mantuvo inm�viles. Justo se incorporaba, dif�cilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visi�n horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedi� unos pasos. Justo se tambaleaba. No hab�a apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conoc�amos, pero que no hubi�ramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas. 

- �Juli�n! - grito el Cojo. - �Dile que se rinda! 

Me volv� a mirar a Leonidas, pero encontr� atravesado el rostro de Le�n: observaba la escena con expresi�n atroz. Volv� a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apart� su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debi� arrojarse sobre el enemigo extrayendo las �ltimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libr� f�cilmente de esa acometida sentimental e in�til, saltando hacia atr�s: - �Don Leonidas! - grit� de nuevo con acento furioso e implorante. - �D�gale que se rinda! 

- �Calla y pelea! - bram� Leonidas, sin vacilar. 

Justo hab�a intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y hab�a visto muchas peleas en su vida, sab�amos que no hab�a nada que hacer ya, que su brazo no ten�a vigor ni siquiera para rasgu�ar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nac�a de lo m�s hondo, sub�a hasta la boca, resec�ndola, y hasta los ojos, nubl�ndose, los vimos forcejear en c�mara lenta todav�a un momento, hasta que la sombra se fragment� una vez m�s: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yac�a Justo, el Cojo se hab�a retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junt� mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedec�a mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hund�a a ratos en el cuerpo fl�cido, mojado y fr�o, de malagua varada. Brice�o y Le�n se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqu� la manta de Leonidas, que estaba unos pasos m�s all�, y con ella le cubr� la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ata�d, y caminamos, igualando los pasos, en direcci�n al sendero que escalaba la orilla del r�o y que nos llevar�a a la ciudad. - No llore, viejo - dijo Le�n. - No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras. 

Leonidas no contest�. Iba detr�s de m�, de modo que yo no pod�a verlo. 

A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunt�. 

- �Lo llevamos a su casa, don Leonidas? 

- S� - dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le dec�a.


La erecci�n permanente


Desde que, muy ni�o, o� describir al t�o Lucho las magias y disfuerzos del Carnaval de Rio, so�aba con verlo de cerca, y, en lo posible, de dentro, en carne y hueso. Lo he conseguido. Aunque 62 a�os de edad, frecuentes dispepsias y una hernia lumbar no sean las condiciones �ptimas para disfrutar de ella, la experiencia es provechosa, y afirmo que si toda la humanidad la viviera, habr�a menos guerras, prejuicios, racismo, fealdad y tristeza en el mundo, aunque, s�, probablemente, m�s hambre, disparidades, locura, y un incremento catacl�smico de la natalidad y el SIDA. 

�En qu� sentidos es provechosa la experiencia? En varios, empezando por el filol�gico. Nadie que no haya estado inmerso en la crepitaci�n del Samb�dromo durante los desfiles de las catorce Escolas de Samba (49.000 participantes, 65.000 espectadores), o en alguno de los 250 bailes populares organizados por la alcald�a, y los centenares de bailes espont�neos desparramados por las calles de la ciudad, puede sospechar siquiera el riqu�simo y multifac�tico contenido de que all� se cargan palabras sobre las que en otras partes se cierne una sospecha de vulgaridad, como tetas y culo, que, aqu�, resultan las m�s espl�ndidas y generosas del idioma, cada una un vertiginoso universo de variantes en lo referente a curvas, sinuosidades, consistencias, proyecciones, tonalidades y granulaciones. 

Cito estos dos ejemplos para no hablar en abstracto, pero podr�a citar igualmente todos los dem�s �rganos y pedazos de la anatom�a humana, que, en el Carnaval de Rio, a condici�n de llevar encima una prenda pigmea (la famosa tanga bautizada hilo dental), se exhiben con un desenfado, alegr�a y libertad que cre�a desaparecidos desde que la moral cristiana reemplaz� a la pagana y pretendi� ocultar y prohibir el cuerpo humano, en nombre del pudor. Todos ellos, de los talones al cabello, del ombligo a las axilas, del codo a los hombros y a la nuca, se lucen en esta fiesta con una soberbia confianza y orgullo de s� mismos, demostrando a los ignorantes -y recordando a los olvidadizos- que no hay rinc�n de la maravillosa arquitectura f�sica del ser humano que no pueda ser bell�simo, fuente de excitaci�n y de placer, y que, por tanto, no merezca tanto cuidado, fervor y reverencia como los privilegiados por la tradici�n y la poes�a rom�ntica: ojos, cuellos, manos, cintura, etc�tera. No es la menor de las maravillas del Carnaval de Rio conseguir dotar, gracias al ritmo, el colorido y la efervescencia contagiosa de la fiesta en la que todos practican, en estado de trance, el exhibicionismo, de atractivo er�tico a comparsas tan aparentemente anodinas del juego amoroso como las u�as y la manzana de Ad�n ("Esa menina tiene una linda calavera", o� entusiasmarse a un viejo, en la playa de Flamengo). No es de extra�ar, por eso, que el enredo (el tema) de la Escola de Samba Caprichosos de Pilares fuera este a�o nada menos que el cirujano pl�stico Ivo Pitanguy, cuyos bistur�s y genio rejuvenecedor han derrotado a las escorias del tiempo en las caras y cuerpos de muchas bellezas (femeninas y masculinas) de este tiempo fr�volo. Cierra el desfile de la Escola, bailando en lo alto de una carroza como un adolescente, el propio Pitanguy, un setent�n inmortal cuya presencia y contorsiones enloquecen al p�blico. 

El espect�culo, en horas del amanecer, cuando la euforia, el baile, el gregarismo, las canciones, el calor, el frenes�, alcanzan el punto omega de la combusti�n, revela lo que debieron ser, all� atr�s en la historia, las grandes celebraciones paganas, las fiestas b�quicas sobre todo, esos cultos dionisiacos con sus libaciones desenfrenadas para sofocar el instinto de supervivencia y la raz�n, las copulaciones colectivas y sus sacrificios sangrientos. Aqu�, la sangre no corre en el escenario mismo de la fiesta, pero la ronda, la acosa desde su periferia, y deja cad�veres en sus orillas (setenta asesinados de bala en los cuatro d�as de Carnavales, lo que prueba que Rio es una ciudad pac�fica: en Sao Paulo fueron 240). 
�Qu� importa un muerto m�s o un muerto menos en este demencial estallido de alegr�a multitudinaria, en esta representaci�n en la que, toda una ciudad, por cuatro d�as y cuatro noches, como para confirmar todas las tesis de Johan Huizinga sobre la evoluci�n de la cultura y la historia a partir de los juegos humanos y los espacios reservados o escenarios en que ellos se encarnan, se disfraza y metamorfosea, renunciando a sus preocupaciones y angustias, prejuicios y expectativas, moral, creencias, simpat�as y fobias, y, revisti�ndose de otra personalidad -la del disfraz que se ha echado encima-, se abandona a los disfuerzos, excesos y extravagancias que jam�s se hubiera permitido la v�spera, ni se permitir� ma�ana, cuando recobre su singularidad y sea, otra vez, la desesperaci�n del parado, la angustia de la secretaria y el funcionario al que la creciente inflaci�n merma el sueldo cada d�a, el empresario abrumado por la subida de los impuestos, el profesor al que la ca�da del real dej� sin viajar al extranjero o el sindicalista que echa la culpa de la crisis al Fondo Monetario Internacional y a sus imposiciones ultraliberales? 

Porque, no olvidemos que estos Carnavales ocurren en medio de una crisis econ�mica que tiene al mundo financiero internacional comi�ndose las u�as por lo que pueda ocurrir en el Brasil. Si el dur�simo Plan de Ajuste que ha permitido al gobierno brasile�o que preside Fernando Henrique Cardoso recibir pr�stamos por la astron�mica suma de 40.000 millones de d�lares fracasa, el colapso brasile�o arruinar� no s�lo al Brasil, tambi�n a los dem�s pa�ses del Mercosur, y los coletazos de la cat�strofe remover�n las bolsas y las econom�as de todo el planeta, tanto o m�s que las bater�as de las Escolas de Samba remecen las caderas de las comparsas baianas. �Alguien se acuerda de esas mezquindades l�gubres en estos d�as de alboroto feliz? S�, unos tristes soci�logos que, en los peri�dicos, se desga�itan criticando "la alienaci�n" de la que ser�a v�ctima el pueblo brasile�o. Este, desde luego, no se preocupa en absoluto; se r�e a carcajadas de la crisis y se mofa de ella, exorciz�ndola en grotescos mu�econes de los carros aleg�ricos que las tribunas aplauden a rabiar. Y, para que no quepa la menor duda al respecto, este a�o, las Escolas de Samba han gastado un veinte por ciento m�s que el a�o pasado en la fabricaci�n de los disfraces y las carrozas para el desfile, y las autoridades aumentado en varios millones de reales el presupuesto de la fiesta destinado a orquestas, fuegos artificiales, espect�culos y premios. �Va este derroche en contra de la sensatez, de la raz�n? S�, naturalmente. Porque �sta es todav�a una fiesta aut�ntica, una fiesta en el sentido m�s antiguo y primitivo de la palabra: cuando la sensatez y la raz�n eran a�n frutas ex�ticas, y hombres y mujeres practicaban el potlach y eran todav�a, esencialmente, emoci�n, sentidos a flor de piel, intuici�n, instinto. 

Quien mejor me ha explicado lo que ocurre estos d�as en Rio de Janeiro no es Nietzsche, con su visi�n del hombre dionisiaco, ni siquiera mi amigo el antrop�logo Roberto da Matta, en su magn�fico ensayo sobre el Carnaval, sino un cr�tico literario ruso, que jam�s pis� el Brasil, y al que la intolerancia estalinista tuvo malviviendo y ense�ando en perdidas comarcas de las estepas sovi�ticas: Mijail Baktin. Todo lo que he visto y o�do en esta fulgurante semana carioca parece una ilustraci�n animada de sus tesis sobre la cultura popular, que desarroll� en su deslumbrante libro sobre Rabelais. S�, aqu� est�, salida de las entra�as de los estratos m�s humildes de la escala social, esa respuesta desvergonzada, irreverente, ferozmente sarc�stica, a los patrones establecidos de la moral y la belleza, esa negaci�n vociferante de las categor�as sociales y de las fronteras que tienden a separar y jerarquizar a las razas, a las clases, a los individuos, en una fiesta que todo lo iguala y lo confunde, al rico y al pobre, al blanco y al negro, al empleado y al patr�n, a la se�ora y su sirvienta, que fulmina temporalmente los prejuicios y las distancias, y establece, en un par�ntesis de ilusi�n, en un espejismo con sexo y m�sica a granel, aquel mundo al rev�s del poema de Jos� Agust�n Goytisolo, donde las princesas son morenas y los barrenderos rubios, los mendigos felices y los millonarios desdichados, las feas bellas y las bellas bell�simas, el d�a noche y la noche d�a, y donde el "abajo" triunfa sobre el "arriba" humano e impone su rijosa libertad, su materialismo sudoroso, sus apetitos desatados y su exuberante vulgaridad como una apoteosis de vida, donde los "frescos racimos" de la carne cantados por Rub�n Dar�o son universalmente exaltados como la m�s valiosa de las aspiraciones humanas. 

Al encerrar el desfile de las Escolas de Samba en el Samb�dromo -una iniciativa de un soci�logo progresista, el fallecido Darcy Ribeyro-, el establishment recuper� relativamente el Carnaval, y lo sujet� dentro de ciertas convenciones, pero, en la calle, �ste no ha perdido un �pice su raigambre contestadora y revoltosa, su aura an�rquica, y no s�lo en los barrios populares, incluso en los de m�s austero cariz. En la principal avenida de la muy burguesa Ipanema, por ejemplo, me doy de bruces una noche con una comparsa de un millar o millar y medio de travestidos, muchachos y hombres maduros que, vestidos de mujer o semidesnudos, "samban" fren�ticamente detr�s de un cami�n con una orquesta, y se besan, acarician y poco menos que hacen el amor ante las miradas divertidas, indiferentes o entusiastas de los vecinos, que, desde las ventanas, cambian bromas con ellos, los aplauden y les lanzan mistura y serpentinas. 

El protagonista de la fiesta es el cuerpo humano, ya lo he dicho, y la atm�sfera en que reina y truena, la m�sica, envolvente, imperiosa, regocijada, ciega. Pero, al amanecer, lo que prevalece y exacerba la lechosa madrugada es, por encima de los perfumes de marca, las refinadas lociones, los sudores, los vahos cocineros o alcoh�licos, un espeso aroma seminal, de miles, cientos de miles, acaso millones de orgasmos, masculinos, femeninos, precoces o crepusculares, lentos o raudos, vaginales o rectales, orales o manuales o mentales, denso vapor de embrutecimiento feliz que contamina el aire y penetra en las narices de los aturdidos carnavaleros semidesahuciados, que, en los estertores de la fiesta, retornan a sus guardias o se derrumban en parques y veredas, a tomar un descanso, para, algunas horas despu�s, resucitar y continuar sambando. 

Los conservadores pueden dormir tranquilos: mientras exista el Carnaval, no habr� ninguna revoluci�n social en el Brasil. Y ser�n f�tiles todos los planes para controlar la libido de esa sociedad de demograf�a galopante que raspa ya los 170 millones de ciudadanos. Y sudar� sangre, sudor y l�grimas ese presidente de lujo que es Fernando Henrique Cardoso para imponer la austeridad y la disciplina econ�mica al pueblo que lo eligi�. Y si el infierno de los creyentes existe, la representaci�n en �l de brasile�as ser� seguramente mayor que el de todas las otras sociedades juntas (lo que no deja de ser un alivio para los pecadores irredentos como este escriba). Pero, mientras el Carnaval carioca exista, para quienes lo vivan o recuerden, o incluso imaginen, la vida ser� mejor de la basura que es normalmente, una vida que, por unos d�as -como juraba el t�o Lucho- toca los fastos del sue�o y se mezcla con las magias de la ficci�n.


Otras miradas a Mario Vargas Llosa

 

 

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(C) 2002. Daniel Azkona Coya, feliz escudero en un mundo de aspirantes a rey