césarvallejo

Biografía

Poesía

Ágape


Hoy no ha venido nadie a preguntar; 
ni me han pedido en esta tarde nada. 

No he visto ni una flor de cementerio 
en tan alegre procesión de luces. 
Perdóname, Señor: qué poco he muerto! 

En esta tarde todos, todos pasan 
sin preguntarme ni pedirme nada. 

Y no sé qué se olvidan y se queda 
mal en mis manos, como cosa ajena. 

He salido a la puerta, 
y me da ganas de gritar a todos: 
Si echan de menos algo, aquí se queda! 

Porque en todas las tardes de esta vida, 
yo no sé con qué puertas dan a un rostro, 
y algo ajeno se toma el alma mía. 

Hoy no ha venido nadie; 
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!


Bordas de hielo


     Vengo a verte pasar todos los días, 
vaporcito encantado siempre lejos... 
Tus ojos son dos rubios capitanes; 
tu labio es un brevísimo pañuelo 
rojo que ondea en un adiós de sangre! 

     Vengo a verte pasar; hasta que un día, 
embriagada de tiempo y de crueldad, 
vaporcito encantado siempre lejos, 
la estrella de la tarde partirá! 

     Las jarcias; vientos que traicionan; vientos 
de mujer que pasó! 
Tus fríos capitanes darán orden; 
y quien habrá partido seré yo...!


El pan nuestro


Se bebe el desayuno... Húmeda tierra 
de cementerio huele a sangre amada. 
Ciudad de invierno... La mordaz cruzada 
de una carreta que arrastrar parece 
una emoción de ayuno encadenada! 

Se quisiera tocar todas las puertas, 
y preguntar por no sé quién; y luego 
ver a los pobres, y, llorando quedos, 
dar pedacitos de pan fresco a todos. 
Y saquear a los ricos sus viñedos 
con las dos manos santas 
que a un golpe de luz 
volaron desclavadas de la Cruz! 

Pestaña matinal, no os levantéis! 
¡El pan nuestro de cada día dánoslo, 
Señor...! 

Todos mis huesos son ajenos; 
yo talvez los robé! 
Yo vine a darme lo que acaso estuvo 
asignado para otro; 
y pienso que, si no hubiera nacido, 
otro pobre tomara este café! 
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré! 

Y en esta hora fría, en que la tierra 
trasciende a polvo humano y es tan triste, 
quisiera yo tocar todas las puertas, 
y suplicar a no sé quién, perdón, 
y hacerle pedacitos de pan fresco 
aquí, en el horno de mi corazón...!


España, aparta de mí este cáliz


Niños del mundo, 
si cae España —digo, es un decir— 
si cae 
del cielo abajo su antebrazo que asen, 
en cabestro, dos láminas terrestres; 
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas! 
¡qué temprano en el sol lo que os decía! 
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano! 
¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno! 

¡Niños del mundo, está 
la madre España con su vientre a cuestas; 
está nuestra madre con sus férulas, 
está madre y maestra, 
cruz y madera, porque os dio la altura, 
vértigo y división y suma, niños; 
está con ella, padres procesales! 

Si cae —digo, es un decir— si cae 
España, de la tierra para abajo, 
niños ¡cómo vais a cesar de crecer! 
¡cómo va a castigar el año al mes! 
¡cómo van a quedarse en diez los dientes, 
en palote el diptongo, la medalla en llanto! 
¡Cómo va el corderillo a continuar 
atado por la pata al gran tintero! 
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto 
hasta la letra en que nació la pena! 

Niños, 
hijos de los guerreros, entre tanto, 
bajad la voz que España está ahora mismo repartiendo 
la energía entre el reino animal, 
las florecillas, los cometas y los hombres. 
¡Bajad la voz, que está 
en su rigor, que es grande, sin saber 
qué hacer, y está en su mano 
la calavera, aquella de la trenza; 
la calavera, aquella de la vida! 

¡Bajad la voz, os digo; 
bajad la voz, el canto de las sílabas, el llanto 
de la materia y el rumor menos de las pirámides, y aun 
el de las sienes que andan con dos piedras! 
¡Bajad el aliento, y si 
el antebrazo baja, 
si las férulas suenan, si es la noche, 
si el cielo cabe en dos limbos terrestres, 
si hay ruido en el sonido de las puertas, 
si tardo, 
si no veis a nadie, si os asustan 
los lápices sin punta, si la madre 
España cae —digo, es un decir—, 
salid, niños, del mundo; id a buscarla!...


Hoy me gusta la vida mucho menos


Hoy me gusta la vida mucho menos, 
pero siempre me gusta vivir: ya lo decía. 
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve 
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra. 

Hoy me palpo el mentón en retirada 
y en estos momentáneos pantalones yo me digo: 
¡Tanta vida y jamás! 
¡Tantos años y siempre mis semanas!... 
Mis padres enterrados con su piedra 
y su triste estirón que no ha acabado; 
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos, 
y, en fin, mi ser parado y en chaleco. 

Me gusta la vida enormemente 
pero, desde luego, 
con mi muerte querida y mi café 
y viendo los castaños frondosos de París 
y diciendo: 
Es un ojo éste, aquél; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo: 
¡Tanta vida y jamás me falla la tonada! 
¡Tantos años y siempre, siempre, siempre! 

Dije chaleco, dije 
todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar. 
Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado 
y está bien y está mal haber mirado 
de abajo para arriba mi organismo. 

Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga, 
porque, como iba diciendo y lo repito, 
¡tanta vida y jamás! ¡Y tantos años, 
y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!


Idilio muerto


Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí; 
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita 
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí. 

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita 
planchaban en las tardes blancuras por venir; 
ahora, en esta lluvia que me quita 
las ganas de vivir. 

Qué será de su falda de franela; de sus 
afanes; de su andar; 
de su sabor a cañas de mayo del lugar. 

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje, 
y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!» 
y llorará en las tejas un pájaro salvaje.


Los heraldos negros


Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! 
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, 
la resaca de todo lo sufrido 
se empozara en el alma... ¡Yo no sé! 

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras 
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. 
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

Son las caídas hondas de los Cristos del alma 
de alguna fe adorable que el Destino blasfema. 
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones 
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. 

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como 
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; 
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido 
se empoza, como charco de culpa, en la mirada. 

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!


Masa


Al fin de la batalla, 
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre 
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

Se le acercaron dos y repitiéronle: 
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, 
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

Le rodearon millones de individuos, 
con un ruego común: «¡Quédate hermano!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

Entonces todos los hombres de la tierra 
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; 
incorporóse lentamente, 
abrazó al primer hombre; echóse a andar...


Me viene, hay días, una gana ubérrima...


Me viene, hay días, una gana ubérrima, política, 
de querer, de besar al cariño en sus dos rostros, 
y me viene de lejos un querer 
demostrativo, otro querer amar, de grado o fuerza, 
al que me odia, al que rasga su papel, al muchachito, 
a la que llora por el que lloraba, 
al rey del vino, al esclavo del agua, 
al que ocultóse en su ira, 
al que suda, al que pasa, al que sacude su persona en mi alma. 
Y quiero, por lo tanto, acomodarle 
al que me habla, su trenza; sus cabellos, al soldado; 
su luz, al grande; su grandeza, al chico. 
Quiero planchar directamente 
un pañuelo al que no puede llorar 
y, cuando estoy triste o me duele la dicha, 
remendar a los niños y a los genios. 

Quiero ayudar al bueno a ser su poquillo de malo 
y me urge estar sentado 
a la diestra del zurdo, y responder al mundo, 
tratando de serle útil en 
lo que puedo, y también quiero muchísimo 
lavarle al cojo el pie, 
y ayudarle a dormir al tuerto próximo. 

¡Ah querer, éste, el mío, éste, el mundial, 
interhumano y parroquial, proyecto! 
Me viene a pelo 
desde el cimiento, desde la ingle pública, 
y, viniendo de lejos, da ganas de besarle 
la bufanda al cantor, 
y al que sufre, besarle en su sartén, 
al sordo, en su rumor craneano, impávido; 
al que me da lo que olvidé en mi seno, 
en su Dante, en su Chaplin, en sus hombros. 

Quiero, para terminar, 
cuando estoy al borde célebre de la violencia 
o lleno de pecho el corazón, querría 
ayudar a reír al que sonríe, 
ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca, 
cuidar a los enfermos enfadándolos, 
comprarle al vendedor, 
ayudar a matar al matador —cosa terrible— 
y quisiera yo ser bueno conmigo 
en todo.


París, Octubre 1936


De todo esto yo soy el único que parte. 
De este banco me voy, de mis calzones, 
de mi gran situación, de mis acciones, 
de mi número hendido parte a parte, 
de todo esto yo soy el único que parte. 

De los Campos Elíseos o al dar vuelta 
la extraña callejuela de la Luna, 
mi defunción se va, parte mi cuna, 
y, rodeada de gente, sola, suelta, 
mi semejanza humana dase vuelta 
y despacha sus sombras una a una. 

Y me alejo de todo, porque todo 
se queda para hacer la coartada: 
mi zapato, su ojal, también su lodo 
y hasta el doblez del codo 
de mi propia camisa abotonada.


Piedra negra sobre una piedra blanca


Me moriré en París con aguacero, 
un día del cual tengo ya el recuerdo. 
Me moriré en París —y no me corro— 
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño. 

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso 
estos versos, los húmeros me he puesto 
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, 
con todo mi camino, a verme solo. 

César Vallejo ha muerto, le pegaban 
todos sin que él les haga nada; 
le daban duro con un palo y duro 

también con una soga; son testigos 
los días jueves y los huesos húmeros, 
la soledad, la lluvia, los caminos...


Poema para ser leído y cantado


Sé que hay una persona 
que me busca en su mano, día y noche, 
encontrándome, a cada minuto, en su calzado. 
¿Ignora que la noche está enterrada 
con espuelas detrás de la cocina? 

Sé que hay una persona compuesta de mis partes, 
a la que integro cuando va mi talle 
cabalgando en su exacta piedrecilla. 
¿Ignora que a su cofre 
no volverá moneda que salió con su retrato? 

Sé el día, 
pero el sol se me ha escapado; 
sé el acto universal que hizo en su cama 
con ajeno valor y esa agua tibia, cuya 
superficial frecuencia es una mina. 
¿Tan pequeña es, acaso, esa persona, 
que hasta sus propios pies así la pisan? 

Un gato es el lindero entre ella y yo, 
al lado mismo de su tasa de agua. 
La veo en las esquinas, se abre y cierra 
su veste, antes palmera interrogante... 
¿Qué podrá hacer sino cambiar de llanto? 

Pero me busca y busca. ¡Es una historia!


Trilce


     Hay un lugar que yo me sé 
en este mundo, nada menos, 
adonde nunca llegaremos. 

     Donde, aun si nuestro pie 
llegase a dar por un instante 
será, en verdad, como no estarse. 

     Es ese sitio que se ve 
a cada rato en esta vida, 
andando, andando de uno en fila. 

     Más acá de mí mismo y de 
mi par de yemas, lo he entrevisto 
siempre lejos de los destinos. 

     Ya podéis iros a pie 
o a puro sentimiento en pelo, 
que a él no arriban ni los sellos. 

     El horizonte color té 
se muere por colonizarle 
para su gran Cualquiera parte. 

     Mas el lugar que yo me sé, 
en este mundo, nada menos, 
hombreado va con los reversos. 

     —Cerrad aquella puerta que 
está entreabierta en las entrañas 
de ese espejo. —¿Está?— No; su hermana. 

     —No se puede cerrar. No se 
puede llegar nunca a aquel sitio 
do van en rama los pestillos. 

     Tal es el lugar que yo me sé.


Y si después de tantas palabras


¡Y si después de tantas palabras, 
no sobrevive la palabra! 
¡Si después de las alas de los pájaros, 
no sobrevive el pájaro parado! 
¡Más valdría, en verdad, 
que se lo coman todo y acabemos! 

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte! 
¡Levantarse del cielo hacia la tierra 
por sus propios desastres 
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla! 

¡Más valdría, francamente, 
que se lo coman todo y qué más da...! 

¡Y si después de tanta historia, sucumbimos, 
no ya de eternidad, 
sino de esas cosas sencillas, como estar 
en la casa o ponerse a cavilar! 
¡Y si luego encontramos, 
de buenas a primeras, que vivimos, 
a juzgar por la altura de los astros, 
por el peine y las manchas del pañuelo! 
¡Más valdría, en verdad, 
que se lo coman todo, desde luego! 

Se dirá que tenemos 
en uno de los ojos mucha pena 
y también en el otro, mucha pena 
y en los dos, cuando miran, mucha pena... 
Entonces... ¡Claro!... Entonces... ¡ni palabra!


Prosa

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Última actualización: 12/04/2002 

(C) 2002. Daniel Azkona Coya, feliz escudero en un mundo de aspirantes a rey