antonch�jov

Biograf�a

Poes�a

Prosa

�Chist!


Iv�n Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desali�ado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponi�ndose a vengar a su hermana:

-�Est�s molido, moralmente agotado, te entregas a la melancol�a, y, a pesar de todo, enci�rrate en tu despacho y escribe! �Y a �sto se llama vida? �Por qu� no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que est� triste y debe hacer re�r a la gente o que est� alegre y debe verter l�grimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imag�nese que me entrego a la melancol�a o, una suposici�n, �que estoy enfermo, que ha muerto mi ni�o, que mi mujer est� de parto!... Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.

-Nadia-le dice-, voy a escribir... Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir si los ni�os chillan, si las cocineras roncan... Procura que tenga t� y... un bistec, �eh?... Ya lo sabes, no puedo escribir sin t�... El t� es lo que me sostiene cuando trabajo.

Aqu� nada es resultado del azar, del h�bito, sino que todo, hasta la cosa m�s insignificante, denota una madura reflexi�n y un programa estricto. Unos peque�os bustos y retratos de grandes escritores, una monta�a de borradores, un volumen de Belinski con una p�gina doblada, una p�gina de peri�dico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en l�piz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: "�Vil!" Tambi�n hay una docena de l�pices con la punta reci�n sacada y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del g�nero de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador...

Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sill�n y, cerrando los ojos, se abisma en la meditaci�n del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no est� a�n despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en o�r el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.

-�Dios m�o, el �xido de carbono!-gime con una mueca de m�rtir-. �El �xido de carbono! �Esta mujer insoportable se empe�a en envenenarme! �Dime, en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!

Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes despu�s, su mujer le lleva, caminando con precauci�n sobre la punta de los pies, una taza de t�, �l se halla, como antes, sentado en su sill�n, con los ojos cerrados, abismado en su tema. est� inm�vil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer... Su rostro tiene la expresi�n de inocencia ultrajada de hace un momento. 

Igual que una jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el t�tulo coquetea un buen rato ante s� mismo, se pavonea, hace caranto�as... Se aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sill�n, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con aire l�nguido, como un gato tumbado sobre un sof�... Por �ltimo, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia de muerte, escribe el t�tulo...

-�Mam�, agua!-grita la voz de su hijo.

-�Chist!-dice la madre-. Pap� escribe. Chist...

Pap� escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inm�viles, y parecen pensar: "�Muy bien, amigo m�o! �Qu� marcha!"

-�Chist!-rasguea la pluma.

-�Chist!-dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa.

Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el o�do... Oye un cuchicheo mon�tono... Es el inquilino de la habitaci�n contigua, Tom�s Nicolaievich, que est� rezando sus oraciones.

-�Oiga!-grita Krasnukin-. �Es que no puede rezar m�s bajo? No me deja escribir.

-Perd�neme-responde t�midamente Nicolaievich.

-�Chist!

Cuando ha escrito cinco p�ginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira al reloj.

-�Dios m�o, ya son las tres!-gime-. La gente duerme y yo... �s�lo yo estoy obligado a trabajar!

Roto, agotado, con la cabeza ca�da hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz l�nguida:

-Nadia, dame m�s t�. Estoy sin fuerzas...

Escribe hasta las cuatro y escribir�a gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamer�as ante s� mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiran�a sobre el peque�o hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ah� la sal y la miel de su existencia. �De qu� manera este tirano dom�stico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacci�n!

-Estoy tan agotado que me costar� trabajo dormirme...-dijo al acostarse-. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma... Deber�a tomar bromuro... �Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejar�a este trabajo!... �Escribir de encargo! �Esto es horrible!

Duerme hasta las doce o la una, con un sue�o profundo y tranquilo... �Ay, cu�nto m�s dormir�a a�n, qu� hermosos sue�os tendr�a, c�mo florecer�a si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido!...

-�Ha escrito toda la noche!-cuchichea su mujer con gesto apurado-. �Chist!

Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sue�o es una cosa sagrada que costar�a caro profanar.

-�Chist!-se oye a trav�s de la casa-. �Chist!


El �lbum


El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanz� algunos pasos y, dirigi�ndose a Serlavis, le dijo:

-Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del coraz�n por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...

-Durante m�s de diez a�os-le sopl� Zacoucine.

-Durante m�s de diez a�os... �Hum!... en este d�a memorable, nosotros, vuestros subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este �lbum con nuestros retratos, haciendo votos porque vuestra noble vida se prolongue muchos a�os y que por largo tiempo a�n, hasta la hora de la muerte, nos honr�is con...

-Vuestras paternales ense�anzas en el camino de la verdad y del progreso-a�adi� Zacoucine, enjug�ndose las gotas de sudor que de pronto le hab�an invadido la frente-. Se ve�a que ard�a en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente tra�a preparado.

-Y que-concluy�-vuestro estandarte siga flotando mucho tiempo a�n en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.

Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se desliz� una l�grima.

-Se�ores-dijo con voz temblorosa-, no esperaba yo esto, no pod�a imaginar que celebraseis mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado y conservar� el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Creedme, amigos m�os, os aseguro que nadie os desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido peque�as dificultades... ha sido siempre en bien de todos vosotros...

Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideci� de satisfacci�n. Luego, con el rostro ba�ado en l�grimas como si le hubiesen arrebatado el precioso �lbum en vez de ofrec�rselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoci�n le imped�a hablar. Despu�s, calm�ndose un poco, dijo unas cuantas palabras m�s muy afectuosas, estrech� a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instal� en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sinti� su pecho invadido de un j�bilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las l�grimas.
En su casa le esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos, le hicieron tal ovaci�n que hubo un momento en que crey� sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiese sido una gran desgracia para ella que �l no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las l�grimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus m�ritos fuesen premiados tan calurosamente.
-Se�ores-dijo en el momento de los postres-, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo as�, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el p�blico el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para �l. Y hoy he recibido la m�s alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este �lbum que me ha llenado de emoci�n.

Todos los rostros se inclinaron sobre el �lbum para verlo.

-�Qu� bonito es!-dijo Olga, la hija de Serlavis-. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. �Oh, es magn�fico! �Me lo das, pap�? Tendr� mucho cuidado con �l... �Es tan bonito!

Despu�s de la comida, Olga se llev� el �lbum a su habitaci�n y lo guard� en su secreter. Al d�a siguiente arranc� los retratos de los funcionarios tir�ndolos al suelo y coloc� en su lugar los de sus compa�eras de pensi�n. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Col�s, el hijo peque�o de su excelencia, recort� los retratos de los funcionarios y pint� sus trajes de rojo. Coloc� bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo m�s que colorear recort� siluetas y les atraves� los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo peg� de pie en una caja de cerillas y lo llev� colocado as� al despacho de su padre.

-Pap�, mira un monumento.

Serlavis se ech� a re�r, movi� la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicol�s.

-Anda, pilluelo, ens��aselo a mam� para que lo vea ella tambi�n.


El talento


El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, est� sentado en la cama, sumido en una dulce melancol�a matutina.

Es ya oto�o. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, fr�o y recio, inclina los �rboles y arranca de sus copas hojas amarillas. �Adi�s, est�o!

Hay en esta tristeza oto�al del paisaje una belleza singular, llena de poes�a; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y s�lo le consuela el pensar que al d�a siguiente no estar� ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo est� cubierto de cestas, de s�banas plegadas, de todo g�nero de efectos dom�sticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al d�a siguiente, �por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta e trasladar�n a la ciudad.

La viuda del oficial no est� en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

Su hija Katia, de veinte a�os, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Ma�ana se separan y tiene que decirle un sinf�n de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiraci�n, la espesa cabellera de su interlocutor. Los ap�ndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en das orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perder�a para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. �l la mira con ojos severos al trav�s de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

-No puedo casarme.

-�Pero por qu�? -suspira ella.

-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.

-�Y no lo ser�a usted conmigo?

-No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan s�lo que los artistas y los escritores c�lebres no se casan.

-�S�, usted tambi�n ser� c�lebre, Yegor Savich! Pero yo... �Ah, mi situaci�n es terrible!... Cuando mam� se entere de que usted no quiere casarse, me har� la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, a�n no le ha pagado usted el cuarto... �Menudos esc�ndalos me armar�!

-�Que se vaya al diablo su mam� de usted! Piensa que no voy a pagarle?

Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitaci�n.

-�Yo deb�a irme al extranjero! -dice.

Le asegura a la muchacha que para �l un viaje al extranjero es la cosa m�s f�cil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...

-�Naturalmente! -contesta Katia-. Es l�stima que no haya usted pintado nada este verano.

-�Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-. Adem�s, �d�nde hubiera encontrado modelos?

En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue pase�ndose por la habitaci�n. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce o�rla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.

-�Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- �Estoy harta de ti! �Que el diablo te lleve!

El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrec�an su alma se van disipando. Empieza a so�ar, a hacer espl�ndidos castillos en el aire.

Se imagina ya c�lebre, conocido en el mundo entero. Se habla de �l en la Prensa, sus retratos se venden a millares. H�llase en un rico sal�n, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ning�n rico sal�n y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Pod�a conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha le�do ninguna obra literaria.

-�Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. �Katia, pon m�s carb�n!
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sue�os. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.

-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en m�. �Soy libre como un p�jaro! Y, no obstante, soy un hombre �til, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.

Despu�s de almorzar, el artista se acuesta para "descansar" un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el obscurecer; pero esta tarde la siesta es m�s breve. Entre sue�os, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y le llama, ri�ndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercan�as, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

-�T� por aqu�! -exclama Yegor Savich con alegr�a, saltando de la cama- �C�mo te va, muchacho?

Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...

-Habr�s pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.

-S�, he pintado algo... �y t�?

Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, a�n, cubierto de polvo y telara�as.

-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, despu�s de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones. En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.

Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.

-S�, hay expresi�n -dice-. Y hay aire... El horizonte est� bien... Pero ese jard�n..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.

No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.

Media hora despu�s llega otro compa�ero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa pr�xima. Es especialista en asuntos hist�ricos. Aunque tiene treinta y cinco a�os, es principiante a�n. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.

-�He concebido, amigos m�os, un asunto magn�fico! -dice-. Quiero pintar a Ner�n, a Herodes, a Cal�gula, a uno de los monstruos de la antig�edad, y oponerle la idea cristiana. �Comprend�is? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresi�n del esp�ritu, del nuevo esp�ritu cristiano.

Los tres compa�eros, excitados por sus sue�os de gloria, van y vienen por la habitaci�n como lobos enjaulados. 
Hablan sin descanso, con un fervoroso, entusiasmo. Se les creer�a, oy�ndoles, en v�speras de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores a�os, en que la vida sigue su curso y se los deja atr�s, en que, en espera de la gloria, viven como par�sitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al t�tulo de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayor�a de los artistas les sorprende la muerte "empezando". No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y est�n alegres, llenos de esperanzas.

A las dos de la ma�ana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de g�nero.

Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un caj�n, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, est� Katia so�ando...

-�Qu� haces ah�? -le pregunta, asombrado, el pintor- �En qu� piensas?

-�Pienso en los d�as gloriosos de su celebridad de usted! -susurra ella-. Ser� usted un gran hombre, no hay duda. He o�do su conversaci�n de ustedes y estoy orgullosa.

Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoci�n al peque�o dios que se ha creado.


El tr�gico


Se celebraba el beneficio del tr�gico Fenoguenov.

La funci�n era un �xito. El tr�gico hac�a milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los pu�os de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos pat�ticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremec�an el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las se�oras le saludaban agitando el pa�uelo, y no pocas lloraban.

Pero la m�s entusiasmada de todas por el espect�culo era la hija del jefe de la polic�a local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovid�sima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en l�grimas, sus mejillas perd�an el color por momentos. �Era la primera vez en su vida que asist�a a una funci�n de teatro!

-�Dios m�o, qu� bien trabajan! �Es admirable! -le dec�a a su padre cada vez que bajaba el tel�n-. Sobre todo, Fenoguenov �es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hac�a sufrir. Todo le parec�a encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la m�sica.

-�Pap�! -dijo en el �ltimo entreacto-. Sube al escenario e inv�tales a todos a comer en casa ma�ana.

Su padre subi� al escenario, estuvo amabil�simo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invit� a los actores a comer.

-Vengan todos, excepto las mujeres -le dijo por lo bajo a Fenoguenov-. Mi hija es a�n demasiado joven...

Al d�a siguiente se sentaron a la mesa del jefe de polic�a el empresario Limonadov, el actor c�mico Vodolasov y el tr�gico Fenoguenov. Los dem�s, excus�ndose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.

La comida fue aburrid�sima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimaci�n al jefe de polic�a y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov luci� sus facultades c�micas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recit� el mon�logo de Hamlet. Luego, el empresario cont�, con l�grimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.

El jefe de polic�a escuchaba, se aburr�a y se sonre�a bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov ol�a mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le ven�a ancho, y unas botas muy viejas. Plac�anle a su hija, la divert�an, y �l no necesitaba m�s. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiraci�n, sin quitarles ojo. �En su vida hab�a visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.

Una semana despu�s, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario polic�aco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afici�n de Macha al arte teatral subi� de punto, y no hab�a funci�n a la que no asistiese la joven.

La pobre muchacha acab� por enamorarse de Fenoguenov.

Una ma�ana, aprovechando la ausencia de su padre, que hab�a ido a la estaci�n a recibir al arzobispo, Macha se escap� con la compa��a, y en el camino se cas� con su �dolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de polic�a. Todos tomaron parte en la composici�n de la ep�stola.

-�Ante todo, exponle los motivos! -le dec�a Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento-. Y hazle presente nuestra estimaci�n: �los bur�cratas se pagan mucho de estas cosas!... A�ade algunas frases conmovedoras, que le hagan llorar...

La respuesta del funcionario sorprendi� dolorosamente a los artistas: el padre de Macha dec�a que renegaba de su hija, que no le perdonar�a nunca el "haberse casado con un zascandil idiota, con un ser in�til y ocioso".

Al d�a siguiente, la joven le escrib�a a su padre:

"�Pap�, me pega! �Perd�nanos!"

S�, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le pod�a perdonar el chasco que se hab�a llevado. Se hab�a casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.

-�Ser�a tonto -le dec�a el empresario- dejar escapar una ocasi�n como �sta! Por ese dinero ser�a yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la ma�ana.

Y todos aquellos sue�os hab�anse trocado en humo: �el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!

Fenoguenov apretaba los pu�os y rug�a:

-�Si no me manda dinero le voy a pegar m�s palizas a la ni�a!...

La compa��a intent� trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse as� de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se dispon�a a partir, cuando lleg� la pobre, jadeante, a la estaci�n.

-He sido ofendido por su padre de usted -le declara Fenoguenov-, y todo ha concluido entre nosotros.

Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena hab�a despertado entre los viajeros, se postr� ante �l y le tendi� los brazos, grit�ndole:

-�Le amo a usted! �No me abandone! �No puedo vivir sin usted!

Los artistas, tras una corta deliberaci�n, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.

Empez� por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la se�ora Beobajtova, orgullo de la compa��a, se escap�, la reemplaz� ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era t�mida, no tard�, habituada a la escena, en atraerse las simpat�as del p�blico. Fenoguenov, con todo, segu�a consider�ndola una carga.

-�Vaya una actriz! -dec�a-. No tiene figura ni maneras, y adem�s es muy bestia.

Una noche la compa��a representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hac�a de Franz y Macha de Amalia. �l gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lecci�n.

En la escena en que Franz le declara su pasi�n a Amalia, ella deb�a echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: "�Vete!" En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrech� entre sus brazos de hierro, se estremeci� como un pajarito y no se movi�.

-�Tenga usted piedad de m�! -le susurr� al o�do-. �Soy tan desgraciada!

-�No te sabes el papel! -le silb� col�rico Fenoguenov- �Escucha al apuntador!

Terminada la funci�n, el empresario y Fenoguenov sent�ronse en la caja y se pusieron a charlar.

-�Tu mujer no se sabe los papeles! -se lament� Limonadov.

Fenoguenov suspir� y su mal humor subi� de punto.

Al d�a siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escrib�a a su padre:

"�Pap�, me pega! �Perd�nanos! M�ndanos dinero."


En la oscuridad


Una mosca de mediano tama�o se meti� en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido all� por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toler� la presencia de un cuerpo extra�o y dio muestras de estornudar. Gaguin estornud� tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeci� y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, Mar�a Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeci� tambi�n y se despert�. Mir� en la oscuridad, suspir� y se volvi� del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apret� los p�rpados, pero no concili� el sue�o. Despu�s de varias vueltas y suspiros se incorpor�, pas� por encima de su marido, se calz� las zapatillas y se fue a la ventana.

Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distingu�an m�s que las siluetas de los �rboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente hab�a una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona p�lida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanec�a silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, �nico vol�til silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.

Fue Mar�a Michailovna quien rompi� el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanz� de pronto un grito. Le hab�a parecido que una sombra, que proced�a del arriate, en el que se destaca un �lamo deshojado, se dirig�a hacia la casa. Al principio crey� que era una vaca o un caballo, pero, despu�s de restregarse los ojos, distingui� claramente los contornos de un ser humano. Luego le pareci� que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, despu�s de detenerse unos instantes, al parecer por indecisi�n, pon�a el pie sobre la cornisa y... desaparec�a en el hueco negro de la ventana. "�Un ladr�n!", se dijo como en un rel�mpago, y una palidez mortal se extiende por su rostro. En un instante su imaginaci�n le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladr�n se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador est� la vajilla de plata..., m�s all� el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon las piernas y sinti� un escalofr�o en la espalda.

-�Vasia!-exclam� zarandeando a su marido-. -�Vasili Pracovich! �Dios m�o, est� roque! �Despierta, Vasili, te lo suplico!
-�Qu� ocurre?-balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mand�bulas.
-�Despi�rtate, en el nombre del cielo! �Un ladr�n ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina ir� al comedor..., �las cucharas est�n en el aparador! �Vasili! Lo mismo sucedi� el a�o pasado en casa de Mavra.

-�Qu� pasa? �Qui�n... es?

-�Dios m�o! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendr� miedo y...�la vasija de plata est� en el aparador!

-�Majader�as!

-�Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladr�n en casa y t� duermes y roncas. �Qu� es lo que quieres? �Qu� nos roben y nos deg�ellen?

El consejero suplente se incorpor� lentamente y se sent� en la cama bostezando ruidosamente.

-�Dios m�o, qu� seres!-gru��-. �Es que ni de noche me puedes dejar en paz? �No se despierta a uno por estas tonter�as!

-Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.

-�Y qu�? Que entre... Ser�, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.

-�C�mo? �Qu� dices?

-Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.

-�Eso es peor a�n!-grit� Mar�a Michailovna-. �Eso es peor que si fuera un ladr�n! Nunca tolerar� en mi casa semejante cinismo.

-�Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero �qu� es el cinismo? �Por qu� emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida m�a, consagrada por la tradici�n, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.

-�No, Vasili! �T� no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... �Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! �Pero ahora mismo! Y ma�ana yo dir� a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse as�. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. �Vete all�!

-�Dios m�o!...-gru�� Gaguin con fastidio-. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microsc�pico: �por qu� voy a ir all�?

-�Vasili, que me desmayo!

Gaguin escupi� con desd�n, se calz� sus zapatillas, escupi� otra vez y se dirigi� a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso busc� a ciegas la puerta de la alcoba de los ni�os y despert� a la ni�era.

-Vasilia-le dijo-, cogiste ayer mi bata para limpiarla. �D�nde est�?

-Se la he dado a Pelagia para que la limpie, se�or.

-�Qu� desorden! Cog�is las cosas y no las volv�is a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.
Al entrar en la cocina se dirigi� al rinc�n donde dorm�a la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...

-�Pelagia!-grit�, buscando a tientas sus hombros para sacudirla-. �Eh, Pelagia! �Deja de representar esta comedia! �Si no duermes! �Qui�n acaba de entrar por la ventana?

-�Eh? �Por la ventana! �Y qui�n va a entrar por la ventana?

-Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu brib�n que se vaya a otra parte. �Me oyes? No se le ha perdido nada por aqu�.

-Pero �me quiere hacer perder la cabeza, se�or? �Vamos!... �Me cree tonta? Me paso todo el santo d�a trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su az�car y su t�, y con la �nica cosa con que se me honra es con palabras como �sas...�He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!

-Bueno, bueno... No hay por qu� gritar tanto... �Qu� se largue tu palurdo inmediatamente! �Me oyes?

-Es vergonzoso, se�or-dice Pelagia, con voz llorosa-. Unos se�ores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros...-se ech� a llorar-. No tienen por qu� decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.

-�Bueno, basta!... �A m� d�jame en paz! Es la se�ora quien me manda aqu�. Por m� puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. �me tiene sin cuidado!

Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero m�s que reconocer que se hab�a equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene fr�o y se acuerda de su bata.

-Escucha, Pelagia-le dice-. Cogiste mi bata para limpiarla. �D�nde est�?

-�Ay, se�or, perd�neme! Me olvid� de ponerla de nuevo en la silla. Est� colgada aqu� en un clavo, junto a la estufa.
Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirigi� sin hacer ruido al dormitorio.

Mar�a Michailovna se hab�a acostado despu�s de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenz� a torturarla la inquietud.

"�Cu�nto tarda en volver!-piensa-. Menos mal si es ese... c�nico, pero �y si es un ladr�n?"

Y en su imaginaci�n se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin proferir un grito..., un charco de sangre... Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor fr�o perl� su frente.

-�Vasili!-grit� con voz estridente-. �Vasili!

-�Qu� sucede? �Por qu� gritas? Estoy aqu�...-le contest� la voz de su marido, al tiempo que o�a sus pasos-. �Te est�n matando acaso?

Se acerc� y se sent� en el borde de la cama.

-No hab�a nadie-dice-. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la est�pida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. �Lo que eres t� es una miedosa..., una!...

Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no ten�a sue�o.

-�Lo que t� eres es una miedosa!-se burla de ella-. Ma�ana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. �Eres una psic�pata!

-Huele a brea-dice su mujer-. A brea o... a algo as� como a cebolla..., a sopa de coles.

-S�... Hay algo que huele mal... �No tengo sue�o! Voy a encender la buj�a... �D�nde est�n las cerillas? Te voy a ense�ar la fotograf�a del procurador de la audiencia. Ayer se despidi� de nosotros y nos regal� una foto a cada uno, con su aut�grafo.

Rasp� un f�sforo en la pared y encendi� la buj�a. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotograf�a, detr�s de �l reson� un grito estridente, desgarrador. Se volvi� y se encontr� con que su mujer le mira con gran asombro, espanto y c�lera...

-�Has cogido la bata en la cocina?-le pregunt� palideciendo.

-�Por qu�?

-�M�rate al espejo!

El consejero suplente se mir� en el espejo y lanz� un grito fenomenal. Sobre sus hombros pend�a, en vez de su bata, un capote de bombero. �C�mo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer ve�a en su imaginaci�n una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. �Qu� pasa entre Gaguin y la cocinera? Mar�a Michailovna da rienda suelta a su imaginaci�n.


La tristeza


La capital est� envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona est� todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inm�vil. Dir�ase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacar�a de su quietud.

Su caballo est� tambi�n blanco e inm�vil. Por su inmovilidad, por las l�neas r�gidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. H�llase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, est�n siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida r�stica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inm�viles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo m�s intensa, m�s brillante. El ruido aumenta.

-�Cochero! -oye de pronto Yona-. �Ll�vame a Viborgskaya!

Yona se estremece. Al trav�s de las pesta�as cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

-�Oyes? �A Viborgskaya! �Est�s dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el l�tigo. El caballo tambi�n estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

-�Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con c�lera-. �Nos vas a atropellar, imb�cil! �A la derecha!

-�Vaya un cochero! -dice el militar-. �A la derecha!

Siguen oy�ndose los juramentos del cochero invisible. Un transe�nte que tropieza con el caballo de Yona gru�e amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sue�o profundo.

-�Se dir�a que todo el mundo ha organizado una conspiraci�n contra ti! -dice con tono ir�nico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. �Una verdadera conspiraci�n!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios est�n como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

-�Qu� hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

-Ya ve usted, se�or... He perdido a mi hijo... Muri� la semana pasada...

-�De veras?... �Y de qu� muri�?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve a�n m�s hacia el cliente y dice:

-No lo s�... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.

-�A la derecha! -�yese de nuevo gritar furiosamente-. �Parece que est�s ciego, imb�cil!

-�A ver! -dice el militar-. Ve un poco m�s aprisa. A este paso no llegaremos nunca. �Dale alg�n latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el l�tigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversaci�n; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inm�vil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos... �Nadie! �Ni un cliente!

Mas he aqu� que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante �l a tres j�venes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.

-�Cochero, ll�vanos al puesto de polic�a! �Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante,

acepta; lo que a �l le importa es tener clientes.

Los tres j�venes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como s�lo hay dos asientos,

discuten largamente cu�l de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

-�Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, coloc�ndose a su espalda-. �Qu� gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro m�s feo...

-�El se�or est� de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...

-�Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas m�s aprisa te administrar� unos cuantos sopapos.

-Me duele la cabeza -dice uno de los j�venes-.

Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de ca�a.

-�Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

-�Palabra de honor!

-�Oh, tu honor! No dar�a yo por �l ni un c�ntimo.

Yona, deseoso de entablar conversaci�n, vuelve la cabeza, y, ense�ando los dientes, r�e

atipladamente.

-�Ji, ji, ji!... �Qu� buen humor!

-�Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. �Quieres ir m�s aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. �Qu� diablo!

Yona agita su l�tigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, est� contento; no est� solo. Le ri�en, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los j�venes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

-Y yo, se�ores, acabo de perder a mi hijo. Muri� la semana pasada...

-�Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. �Pero quieres ir m�s aprisa? �Esto es

insoportable! Prefiero ir a pie.

-Si quieres que vaya m�s aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

-�Oyes, viejo estafermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto contin�a.

Y, hablando as�, le da un pu�etazo en la espalda.

-�Ji, ji, ji! -r�e, sin ganas, Yona-. �Dios les conserve el buen humor, se�ores!

-Cochero, �eres casado? -pregunta uno de los clientes.

-�Yo? !Ji, ji, ji! �Qu� se�ores m�s alegres! No, no tengo a nadie... S�lo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a m� la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar c�mo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacci�n, exclama:

-�Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, m�s dura, m�s cruel, su fatigado coraz�n. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transe�ntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en �l.

Su tristeza a cada momento es m�s intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundar�a el mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con �l

conversaci�n.

-�Qu� hora es? -le pregunta, melifluo.

-Van a dar las diez -contesta el otro-. Al�jese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha

convencido de que es in�til dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el l�tigo.

-No puedo m�s -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora despu�s Yona est� en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitaci�n, donde,

acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atm�sfera es pesada,

irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Adem�s, no ha ganado casi nada. Quiz� por eso -piensa- se siente tan desgraciado.

En un rinc�n, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

-�Quieres beber? -le pregunta Yona.

-S�.

-Aqu� tienes agua... He perdido a mi hijo... �Lo sab�as?... La semana pasada, en el hospital... �Qu� desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos despu�s se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido a�n ocasi�n de hablar de ella con una persona de coraz�n. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir c�mo enferm� su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera tambi�n referir c�mo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una ni�a de la que tambi�n quisiera hablar. �Tiene tantas cosas que contar! �Qu� no dar�a �l por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeci�ndole! Lo mejor ser�a cont�rselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de l�grimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inm�vil, come heno.

-�Comes? -le dice Yona, d�ndole palmaditas en el lomo-. �Qu� se le va a hacer, muchacho?

Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no deb�a ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conoc�a su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...

Tras una corta pausa, Yona contin�a:

-S�, amigo..., ha muerto... �Comprendes? Es como si t� tuvieras un hijo y se muriera...

Naturalmente, sufrir�as, �verdad?...

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento h�medo y c�lido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su coraz�n cont�ndoselo todo.


Las islas voladoras


CAP�TULO PRIMERO 
La Conferencia 

-�He terminado, caballeros! -dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real Sociedad Geogr�fica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sill�n. La sala de asambleas reson� con grandes aplausos y gritos de �bravo! Uno tras otro, los caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capit�n de La Cat�strofe, un yate de 100.000 toneladas.

-�Caballeros! -dijo Mr. Lund, profundamente emocionado-. Considero mi m�s sagrada obligaci�n el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con la que han escuchado mi conferencia de una duraci�n de 40 horas, 32 minutos y 14 segundos... �Tom Grouse! -exclam�, volvi�ndose hacia su viejo criado-. Despi�rtame dentro de cinco minutos. Dormir�, mientras los caballeros me disculpan por la descortes�a de hacerlo.

-�S�, se�or! -dijo el viejo Tom Grouse.

John Lund ech� hacia atr�s la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.

John Lund era escoc�s de nacimiento. No hab�a tenido una educaci�n formal ni estudiado para obtener ning�n grado, pero lo sab�a todo. La suya era una de esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que hab�a sido recibido su parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas hab�a presentado un vasto proyecto a la consideraci�n de los honorables caballeros, cuya realizaci�n llevar�a a la consecuci�n de gran fama para Inglaterra y probar�a hasta qu� alturas puede llegar en ocasiones la mente humana.

"La perforaci�n de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal barrena." ��ste era el tema de la brillantemente pronunciada conferencia de Mr. Lund!



CAP�TULO II
El Misterioso Extra�o 

Sir Lund no durmi� siquiera durante tres minutos. Una pesada mano descendi� sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante �l se alzaba un caballero de un metro, ocho dec�metros, dos cent�metros y siete mil�metros de altura, flexible como un sauce y delgado como una serpiente disecada. Era completamente calvo. Enteramente vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un term�metro en el pecho y otro en la espalda.

-�Seguidme! -exclam� el calvo caballero con tono sepulcral.

-�D�nde?

-�Seguidme, John Lund!

-�Y qu� pasar� si no lo hago?

-�Entonces me ver� obligado a perforar a trav�s de la Luna antes de que lo hag�is vos!

-En ese caso, caballero, estoy a vuestro servicio.

-Vuestro criado caminar� detr�s de nosotros.

Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de asambleas, saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Caminaron durante largo tiempo.

-Se�or -dijo Grouse a Mr. Lund-, si nuestro camino es tan largo como este caballero, de acuerdo con la ley de la fricci�n, �gastaremos nuestras suelas!

Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos despu�s, tras decidir que el comentario de Grouse ten�a mucha gracia, rieron ruidosamente.

-�Con qui�n tengo el honor de compartir mis risas, caballero? -pregunt� Lund a su calvo acompa�ante.

-Ten�is el honor de caminar, hablar y re�r con un miembro de todas las sociedades geogr�ficas, arqueol�gicas y etnogr�ficas del mundo, con alguien que posee un grado magna cum laude en cada ciencia que ha existido y que existe en la actualidad, es miembro del Club de las Artes de Mosc�, fideicomisario honor�fico de la Escuela de Obstetricia Bovina de Southampton, suscriptor del The Illustrated Imp, profesor de magia amarillo-verdosa y gastronom�a elemental en la futura Universidad de Nueva Zelanda, director del Observatorio sin Nombre, William Bolvanius. Os estoy llevando, caballero, a...

(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que tanto hab�an o�do, e inclinaron sus cabezas en se�al de respeto.)

-...os estoy llevando, caballero, a mi observatorio, a treinta y dos kil�metros de aqu�. �Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un compa�ero en mi empresa, la significaci�n de la cual ser�is capaz de comprender con tan s�lo los dos hemisferios de vuestro cerebro. Mi elecci�n ha reca�do en vos. Tras vuestra conferencia de cuarenta horas, es muy improbable que dese�is entablar conversaci�n conmigo, y yo, caballero, no amo a nada tanto como a mi telescopio y a un silencio prolongado. La lengua de vuestro servidor, empero, ser� detenida a una orden vuestra. �Caballero, viva la pausa! Os estoy llevando... Supongo que no tendr�is nada en contra, �no es as�?

-�En absoluto, caballero! Tan s�lo lamento que no seamos corredores y, por otra parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.

-Os comprar� zapatos nuevos.

-Gracias, caballero.

Aquellos de mis lectores que est�n sobre ascuas por el deseo de tener un mejor conocimiento del car�cter de Mr. William Bolvanius pueden leer su asombrosa obra: "�Existi� la Luna antes del Diluvio?; y, si as� fue, �por qu� no se ahog�?" A esta obra se le acostumbra a unir un op�sculo, posteriormente prohibido, publicado un a�o antes de su muerte y titulado: "C�mo convertir el Universo en polvo y salir con vida al mismo tiempo." Estas dos obras reflejan la personalidad de este hombre, notable entre los notables, mejor que pudiera hacerlo cualquier otra cosa.

Incidentalmente, estas dos obras describen tambi�n c�mo pas� dos a�os en los pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y huevos de cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego. Mientras estaba en los pantanos, invent� un microscopio igual en todo a uno ordinario, y descubri� la espina dorsal en los peces de la especie "Riba". Al volver de su largo viaje, se estableci� a unos kil�metros de Londres y se dedic� enteramente a la astronom�a. Siendo como era un aut�ntico mis�gino (se cas� tres veces y tuvo, como consecuencia, tres espl�ndidos y bien desarrollados pares de cuernos), y no sintiendo deseos ocasionales de aparecer en p�blico, llevaba la vida de un esteta. Con su sutil y diplom�tica mente, consigui� que su observatorio y su trabajo astron�mico tan s�lo fuesen conocidos por �l mismo. Para pesar y desgracia de todos los verdaderos ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre ya no vive en nuestros d�as; muri� hace algunos a�os, oscuramente, devorado por tres cocodrilos mientras nadaba en el Nilo.



CAP�TULO III
Los Puntos Misteriosos

El observatorio al que llev� a Lund y al viejo Tom Grouse... (sigue aqu� una larga y tremendamente aburrida descripci�n del observatorio, que el traductor del franc�s al ruso ha cre�do mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). All� se alzaba el telescopio perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigi� hacia el instrumento y comenz� a observar la Luna.

-�Qu� es lo que veis, caballero?

-La Luna, caballero.

-Pero, �qu� es lo que veis cerca de la Luna, caballero?

-Tan s�lo tengo el honor de ver la Luna, caballero.

-Pero, �no veis unos puntos p�lidos movi�ndose cerca de la Luna, caballero?

-�Pardiez, caballero! �Veo los puntos! �Ser�a un asno si no los viera! �De qu� clase de puntos se trata?

-Esos puntos tan s�lo son visibles a trav�s de mi telescopio. �Pero ya basta! �Dejad de mirar a trav�s del aparato! Mr. Lund y Tom Grouse, yo deseo saber, tengo que saber, qu� son esos puntos. �Estar� all� pronto! �Voy a hacer un viaje para verlos! Y ustedes vendr�n conmigo.

-�Hurra! -gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse-. �Vivan los puntos!



CAP�TULO IV
Cat�strofe en el Firmamento

Media hora m�s tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse estaban volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era elevado por dieciocho globos. Estaba sellado herm�ticamente y provisto de aire comprimido y de aparatos para la fabricaci�n de ox�geno (1). El inicio de este estupendo vuelo sin precedentes tuvo lugar en la noche del 13 de marzo de 1870. El viento proven�a del sudoeste. La aguja de la br�jula se�alaba oeste-noroeste. (Sigue una descripci�n, extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho globos.) Un profundo silencio reinaba dentro del cubo. Los caballeros se arrebujaban en sus capas y fumaban cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo, dorm�a como si estuviera en su propia casa. El term�metro (2) registraba bajo cero. En el curso de las primeras veinte horas, no se cruz� entre ellos ni una sola palabra ni ocurri� nada de particular. Los globos hab�an penetrado en la regi�n de las nubes.

Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles alcance, como era natural esperar trat�ndose de ingleses. Al tercer d�a John Lund cay� enfermo de difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo colision� con un aerolito y recibi� un golpe terrible. El term�metro marcaba -76�.

-�C�mo os sent�s, caballero? -pregunt� Bolvanius a Mr. Lund al quinto d�a, rompiendo finalmente el silencio.

-Gracias, caballero -replic� Lund, emocionado-; vuestro inter�s me conmueve. Estoy en la agon�a. Pero, �d�nde est� mi fiel Tom?

-Est� sentado en un rinc�n, mascando tabaco y tratando de poner la misma cara que un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.

-�Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius!

-Gracias, caballero.

Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund antes de que algo terrible ocurriese. Se oy� un terror�fico golpe. Algo explot�, se escucharon un millar de disparos de ca��n, y un profundo y furioso silbido llen� el aire. El cubo de cobre, habiendo alcanzado la atm�sfera rarificada y siendo incapaz de soportar la presi�n interna, hab�a estallado, y sus fragmentos hab�an sido despedidos hacia el espacio sin fin.

��ste era un terrible momento, �nico en la historia del Universo!

Mr. Bolvanius agarr� a Tom Grouse por las piernas, este �ltimo agarr� a Mr. Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso abismo. Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar sobre s� mismos, explotando luego con gran ruido.

-�D�nde estamos, caballero?

-En el �ter.

-Hummm. Si estamos en el �ter, �qu� es lo que respiramos?

-�D�nde est� vuestra fuerza de voluntad, Mr. Lund?

-�Caballeros! -grit� Tom Grouse-. �Tengo el honor de informarles de que, por alguna raz�n, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!

-�Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos en la esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta que nos hab�amos propuesto. �Hurra! Mr. Lund, �qu� tal os encontr�is?

-Bien, gracias, caballero. �Puedo ver la Tierra encima, caballero!

-Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. �Vamos a chocar con �l en este mismo momento!

���BOOOM!!!



CAP�TULO V
La Isla de Johann Goth

Tom Grouse fue el primero en recuperar el conocimiento. Se restreg� los ojos y comenz� a examinar el territorio en el que Bolvanius, Lund y �l yac�an. Se despoj� de uno de sus calcetines y comenz� a dar friegas con �l a los dos caballeros. �stos recobraron de inmediato el conocimiento.

-�D�nde estamos? -pregunt� Lund.

-�En una de las islas que forman el archipi�lago de las Islas Voladoras! �Hurra!

-�Hurra! �Mirad all�, caballero! �Hemos superado a Col�n!

Otras varias islas volaban por encima de la que les albergaba (sigue la descripci�n de un cuadro comprensible tan s�lo para un ingl�s). Comenzaron a explorar la isla. Ten�a... de largo y... de ancho (n�meros, n�meros, �una epidemia de n�meros!). Tom Grouse consigui� un �xito al hallar un �rbol cuya savia ten�a exactamente el sabor del vodka ruso. Cosa extra�a, los �rboles eran m�s bajos que la hierba (?). La isla estaba desierta. Ninguna criatura viva hab�a puesto el pie en ella.

-Ved, caballero, �qu� es esto? -pregunt� Mr. Lund a Bolvanius, recogiendo un manojo de papeles.

-Extra�o... sorprendente... maravilloso... -murmur� Bolvanius.

Los papeles resultaron ser las notas tomadas por un hombre llamado Johann Goth, escritos en alg�n lenguaje b�rbaro, creo que ruso.

-�Maldici�n! -exclam� Mr. Bolvanius-. �Alguien ha estado aqu� antes que nosotros! �Qui�n pudo haber sido? �Maldici�n! �Oh, rayos del cielo, machacad mi potente cerebro! �Dejad que le eche las manos encima, tan s�lo dejad que se las eche! �Me lo tragar� de un bocado!

El caballero Bolvanius, alzando los brazos, ri� salvajemente. Una extra�a luz brillaba en sus ojos.

Se hab�a vuelto loco.



CAP�TULO VI
El Regreso

-�Hurra! -gritaron los habitantes de El Havre, abarrotando cada cent�metro del muelle. El aire vibraba con gritos jubilosos, campanas y m�sica. La masa oscura que los hab�a estado amenazando durante todo el d�a con una posible muerte estaba descendiendo sobre el puerto y no sobre la ciudad. Los barcos se hac�an r�pidamente a mar abierto. La masa negra que hab�a ocultado el sol durante tantos d�as chapuz� pesadamente (pesamment), entre los gritos exultantes de la multitud y el tronar de la m�sica, en las aguas del puerto, salpicando la totalidad de los muelles. Inmediatamente se hundi�. Un minuto despu�s hab�a desaparecido toda traza de ella, exceptuando las olas que cruzaban la superficie en todas direcciones. Tres hombres flotaban en medio de las aguas: el enloquecido Bolvanius, John Lund y Tom Grouse. Fueron subidos r�pidamente a bordo de unas barquichuelas.

-�No hemos comido en cincuenta y siete d�as! -murmur� Mr. Lund, delgado como un artista hambriento. Y relat� lo sucedido.

La isla de Johann Goth ya no exist�a. El peso de los tres bravos hombres la hab�a hecho repentinamente m�s pesada.

Dej� la zona neutral de gravitaci�n, fue atra�da hacia la Tierra, y se hundi� en el puerto de El Havre.



CONCLUSI�N

John Lund est� ahora trabajando en el problema de perforar la Luna de lado a lado. Se acerca el momento en que la Luna se ver� embellecida con un hermoso agujero. El agujero ser� propiedad de los ingleses.

Tom Grouse vive ahora en Irlanda y se dedica a la agricultura. Cr�a gallinas y da palizas a su �nica hija, a la que est� educando al estilo espartano. Los problemas cient�ficos todav�a le preocupan: est� furioso consigo mismo por no haber pensado en recoger ninguna semilla del �rbol de la Isla Voladora cuya savia ten�a el mismo, el mism�simo sabor que el vodka ruso.



(1). Gas inventado por los qu�micos. Dicen que es imposible vivir sin �l. Tonter�as. Lo �nico sin lo cual no se puede vivir es el dinero. 
(2). Este instrumento existe en la realidad. (Notas del traductor del franc�s al ruso.)


Los m�rtires


Lisa Kudrinsky, una se�ora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enferma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha telegrafiado a su madre.

He aqu� c�mo cuenta la se�ora Lisa la historia de su enfermedad:

Despu�s de pasar una semana en la quinta de mi t�a me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es un d�spota -�yo le matar�a!- hemos pasado unos d�as deliciosos. La otra noche dimos una funci�n de aficionados, en la que tom� yo parte. Representamos Un esc�ndalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto beb� un poco de lim�n helado con co�ac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sent� mal. Al d�a siguiente hicimos una excursi�n a caballo. La ma�ana era un poco h�meda y me resfri�. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y a llevarme el traje de seda. No hab�a hecho m�s que llegar, cuando he sentido unos espasmos en el est�mago y unos dolores... Cre� que me mor�a. Varia, �claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirarse de los pelos, ha mandado por el m�dico. �Han sido unos momentos terribles!

Tal es el relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.

Despu�s de la visita del m�dico se duerme con el sosegado sue�o de los justos, y no se despierta en seis horas.

En el reloj acaban de dar las dos de la ma�ana. La luz de una l�mpara con pantalla azul alumbra d�bilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquet�n gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama est� sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.

-�Qu� tal, querida? �Est�s mejor? -le pregunta muy quedo.

-�Un poco mejor! -gime ella-. �Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...

-�Quieres que te cambie la compresa, �ngel m�o?

Lisa se incorpora con lentitud, pintado un intenso sufrimiento en la faz, e inclina la cabeza hacia su marido, que, sin tocar apenas su cuerpo, como si fuese algo sagrado, le cambia la compresa. El agua fr�a la estremece ligeramente y le arranca risitas nerviosas.

-�Y t�, pobrecito, no has dormido? -gime, tendi�ndose de nuevo.

-�Acaso podr�a yo dormir estando enferma mi mujercita?

-Esto no es nada, Vasia. Son los nervios. �Soy una mujer tan nerviosa...! El doctor lo achaca al est�mago; pero estoy segura de que se enga�a. No ha comprendido mi enfermedad. Son los nervios y no el est�mago, �te lo juro! Lo �nico que temo es que sobrevenga alguna complicaci�n...

-�No, mujer! Ma�ana se te habr� pasado ya todo.

-No lo espero... No me importa morirme; pero cuando pienso que t� te quedar�as solo... �Dios m�o!... �Ya te veo viudo!...

Aunque el amante esposo est� solo casi siempre y ve muy poco a su mujer, se amilana y se aflige al o�rla hablar as�.

-�Vamos, mujer! �C�mo se te ocurren pensamientos tan tristes? Te aseguro que ma�ana estar�s completamente bien...

-No lo espero... Adem�s, aunque yo me muera, la pena no te matar�. Llorar�s un poco y te casar�s luego con otra...

El marido no encuentra palabras para protestar contra semejantes suposiciones, y se defiende con gestos y ademanes de desesperaci�n.

-�Bueno, bueno, me callo! -le dice su mujer-. Pero debes estar preparado...

Y piensa, cerrando los ojos: "Si efectivamente me muriera..."

El cuadro de su propia muerte se le representa con todo lujo de detalles. En torno del lecho mortuorio lloran Vasia, su madre, su prima Varia y su marido, sus amigos, su adoradores. Est� p�lida y bella. La amortajan con un vestido color de rosa, que le sienta a las mil maravillas, y la colocan sobre un verdadero tapiz de flores, en un ata�d magn�fico, con aplicaciones doradas. Huele a incienso; arden las velas funerarias. Su marido la mira a trav�s de las l�grimas. Sus adoradores la contemplan con admiraci�n. "Se dir�a -murmuran- que est� viva. �Hasta en el ata�d est� bella!" Toda la ciudad se conduele de su fin prematuro... El ata�d es transportado a la iglesia por sus adoradores, entre los que va el estudiante de ojos negros que le aconsej� que bebiese la limonada con co�ac... Es l�stima que no acompa�e a la procesi�n f�nebre una banda de m�sica... Despu�s de la misa, todos rodean el ata�d y se oyen los adioses supremos. Llantos, sollozos, escenas dram�ticas... Luego, el cementerio. Cierran el ata�d...

Lisa se estremece y abre los ojos.

-�Est�s ah�, Vasia? -pregunta-. �No hago m�s que pensar cosas tristes, no puedo dormir!... �Ten piedad de m�, Vasia, y cu�ntame algo interesante!

-�Qu� quieres que te cuente, querida?

-Una historia de amor -contesta con voz moribunda la enferma-, una an�cdota....

Vasili Stepanovich hasta bailar�a de coronilla con tal de ahuyentar los pensamientos tristes de su mujer.

-Bueno; voy a imitar a un relojero jud�o.

El amante esposo pone una cara muy graciosa de jud�o viejo, y se acerca a la enferma.

-�Necesita usted, por casualidad, componer su reloj, hermosa se�ora? -pregunta con una pronunciaci�n c�micamente hebrea.

-�S�, s�! -contesta Lisa, riendo y alarg�ndole a su marido su relojito de oro, que ha dejado, como de costumbre, en la mesa de noche-. �Comp�ngalo, comp�ngalo!

Vasili Stepanovich coge el reloj, le abre, le examina detenidamente, encorvado y haciendo muecas, y dice:

-No tiene compostura; la m�quina est� hecha una l�stima.

Lisa se r�e a carcajadas y aplaude.

-�Muy bien! �Magn�fico! -exclama-. �Eres un excelente artista! Haces mal en no tomar parte en nuestras funciones de aficionados. Tienes talento. M�s que Sisunov. Sisunov es un joven con una vis c�nica admirable. S�lo el verle la cara es morirse de risa. Fig�rate una nariz apatatada, roja como una zanahoria, unos ojillos verdes... Pues �y el modo de andar?... Anda de un modo gracios�simo, igual que una cig�e�a. As�, mira...

La enferma salta de la cama y empieza a andar descalza a trav�s de la habitaci�n.

-�Salud, se�oras y se�ores! -dice con voz de bajo, remedando al se�or Sisunov-. �Qu� hay de bueno por el mundo?

Su propia tonada la hace re�r.

-�Ja, ja, ja!

-�Ja, ja, ja! -r�e su marido.

Y ambos, olvidada la enfermedad de ella, se ponen a jugar, a hacer ni�er�as, a perseguirse. El marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la camisa y la cubre de ardientes besos.

De pronto ella se acuerda de que est� gravemente enferma.

Se vuelve a acostar, la sonrisa huye de su rostro...

-�Es imperdonable! -se lamenta-. �No consideras que estoy enferma!

-�Me perdonas?

-Si me pongo peor, t� tendr�s la culpa. �Qu� malo eres!

Lisa cierra los ojos y enmudece. Se pinta de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de su pecho dolorosos gemidos. Vasia se cambia la compresa y se sienta a su cabecera, de donde no se mueve en toda la noche.

A las diez de la ma�ana vuelve el doctor.

-Bueno; �c�mo van esas fuerzas? -le pregunta a la enferma, tom�ndole el pulso-. �Ha dormido usted?

-�Se siente mal, muy mal! -susurra el marido.

Ella abre los ojos y dice con voz d�bil:

-Doctor, �podr�a tomar un poco de caf�?

-No hay inconveniente.

-�Y me permite usted levantarme?

-S�; pero ser�a mejor que guardase usted cama hoy.

-Los malditos nervios... -susurra el marido en un aparte con el m�dico-. La atormentan pensamientos tristes... Estoy con el alma en un hilo.

El doctor se sienta ante una mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se despide hasta la noche.

Al mediod�a se presentan los adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le traen flores y novelas francesas. Lisa, interesant�sima con su peinador blanco y su gorro de encaje, les dirige una mirada l�nguida en que se lee su escepticismo respecto a una curaci�n pr�xima. La mayor�a de sus adoradores no han visto nunca a su marido, a quien tratan con cierta indulgencia. Soportan su presencia armados de cristiana resignaci�n: su com�n desventura les ha reunido con �l junto a la cabecera de la enferma adorable.

A las seis de la tarde, Lisa torna a dormirse para no despertar hasta las dos de la ma�ana. Vasia, como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la compresa, le cuenta an�cdotas regocijadas.

-Pero �ad�nde vas, querida? -le pregunta Vasia, a la ma�ana siguiente, a su mujer, que est� poni�ndose el sombrero ante el espejo-. �Ad�nde vas?

Y le dirige miradas suplicantes.

-�C�mo que ad�nde voy? -contesta ella, asombrada-. �No te he dicho que hoy se repite la funci�n de teatro en casa de Mar�a Lvovna?

Un cuarto de hora despu�s toma el tole.

El marido suspira, coge la cartera y se va a la oficina. Las dos noches de vigilia le han producido un fuerte dolor de cabeza y un gran desmadejamiento.

-�Qu� le pasa a usted? -le pregunta su jefe.

Vasia hace un gesto de desesperaci�n y ocupa su sitio habitual.

-�Si supiera vuestra excelencia -contesta- lo que he sufrido estos dos d�as!... �Mi Lisa est� enferma!

-�Dios m�o! -exclama el jefe-. �Lisaveta Pavlovna? �Y qu� tiene?

El otro alza los ojos y las manos al cielo, como diciendo:

-�Dios lo quiere!

-�Es grave, pues, la cosa?

-�Creo que s�!

-�Amigo m�o, yo s� lo que es eso! -suspira el alto funcionario, cerrando los ojos-. He perdido a mi esposa... �Es una p�rdida terrible!... Pero estar� mejor la se�ora, �verdad? �Qu� m�dico la asiste?

-Von Sterk.

-�Von Sterk? Yo que usted, amigo m�o, llamar�a a Magnus o a Semandritsky... Est� usted muy p�lido. Se dir�a que est� usted enfermo tambi�n...

-S�, excelencia... Llevo dos noches sin dormir, y he sufrido tanto...

-Pero �para qu� ha venido usted? �V�yase a casa y cu�dese! No hay que olvidar el proverbio latino: Mens sana in corpore sano...

Vasia se deja convencer, coge la cartera, despide del jefe y se va a su casa a dormir.


Poquita cosa


Hace unos d�a invit� a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Ten�amos que ajustar cuentas.

Si�ntese, Yulia Vasilievna -le dije- . Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le har� falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedir� por s� misma... Veamos... Nos hab�amos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...

En cuarenta...

No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...

Dos meses y cinco d�as...

Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, s�lo ha paseado... m�s de tres d�as de fiesta...

A Yulia Vasilievna se le encendi� el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... �ni palabra!

Tres d�as de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro d�as Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio s�lo a Varia... Hubo tres d�as que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permiti� descansar despu�s de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... �no es cierto?

El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeci� y lo vi empa�ado de humedad. Su ment�n se estremeci�. Rompi� a toser nerviosamente, se son� la nariz, pero... �ni palabra!

En v�spera de A�o Nuevo usted rompi� una taza de t� con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale m�s... es una reliquia de la familia... pero �que Dios la perdone! �Hemos perdido tanto ya! Adem�s, debido a su falta de atenci�n Kolia se subi� a un �rbol y se desgarr� la chaquetita... Le descontamos diez... Tambi�n por su descuido, la camarera le rob� a Varia los botines... Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo... As� que le descontamos cinco m�s... El diez de enero usted tom� prestados diez rublos. 

No los tom� musit� Yulia Vasilievna.

�Pero si lo tengo apuntado!

Bueno, sea as�, est� bien.

A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce...

Sus dos ojos se le llenaron de l�grimas...

Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. �Pobre muchacha!

S�lo una vez tom� - dijo con voz tr�mula- . Le ped� prestados a su esposa tres rublos... Nunca m�s lo hice...

�Qu� me dice? �Y yo que no los ten�a apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once... �He aqu� su dinero, querida! Tres... tres... uno y uno... �s�rvase!

Y yo le tend� once rublos... Ella los cogi� con dedos temblorosos y se los meti� en el bolsillo.

Merci - murmur�.

Yo pegu� un salto y me ech� a caminar por el cuarto. No pod�a contener mi indignaci�n.

�Por qu� merci? - le pregunt�.

Por el dinero.

�Pero si ya le he desplumado! �Demonios! �La he asaltado! �Le he robado! �Por qu� merci?

En otros sitios ni siquiera me daban...

�No le daban? �Pues no es extra�o! Yo he bromeado con usted... le he dado una cruel lecci�n... �Le dar� sus ochenta rublos enteritos! �Ah� est�n preparados en un sobre para usted! �Pero es que se puede ser tan apocada? �Por qu� no protesta usted? �Por qu� calla? �Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? �Es que se puede ser tan poquita cosa? Ella sonri� d�bilmente y en su rostro le�: "�Se puede!"

Le ped� disculpas por la cruel lecci�n y le entregu�, para su gran asombro, los ochenta rublos. T�midamente balbuce� su merci y sali�... La segu� con la mirada y pens�: �Qu� f�cil es en este mundo ser fuerte!


Un asesinato


Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece a�os, mece en la cuna al nene y le canturrea:

"Duerme ni�o bonito, que viene el coco"�

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz d�bil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitaci�n se ven unos pa�ales y un pantal�n negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran c�rculo verde; las sombras de los pa�ales y el pantal�n se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atm�sfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El ni�o llora. Est� hace tiempo af�nico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sue�o terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por m�s que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza peque�ita cual la de un alfiler.

"Duerme ni�o bonito�", balbucea.

Se oye el canto mon�tono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una m�sica adormecedora, que es grato o�r desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sue�o y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegar�an.

La lamparilla verde est� a punto de apagarse. El c�rculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensue�os.

La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como ni�os de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.

-�Para qu� hac�is eso? -les pregunta Varka.

-�Para dormir! -contestan-. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posados en los alambres del tel�grafo, ponen gran empe�o en despertarlos.

"Duerme ni�o bonito�", canturrea entre sue�os Varka.

Momentos despu�s sue�a hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y obscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto -atacado de no se sabe qu� dolencia-, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

-Bu-bu-bu-bu...

La madre de Varka corre a la casa se�orial a decir que su marido est� muri�ndose. Pero �por qu� tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y deb�a haber vuelto ya.

Varka sue�a que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.

Mas he aqu� que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los se�ores han enviado al joven m�dico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

-�Encended luz! -dice.

-�Bu-bu-bu! -responde Efim, rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

-�Espere un instante, se�or doctor! -dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo est�n rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extra�amente agudas en el doctor, en las paredes.

-�Qu� es eso, muchacho? -le pregunta el m�dico, inclin�ndose sobre �l-. �Hace mucho que est�s enfermo?

�Me ha llegado la hora, excelencia! -contesta, con mucho trabajo, Efim-. No me hago ilusiones...

-�Vamos, no digas tonter�as! Ver�s c�mo te curas...

-Gracias, excelencia; pero bien s� yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aqu� estoy, es in�til luchar contra ella...

El m�dico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

-Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin p�rdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te dar� cuatro letras para el doctor y te recibir�. �Pero en seguida, en seguida!

-Se�or doctor, �y c�mo va a ir? -dice la madre-. No tenemos caballo.

-No importa; les hablar� a los se�ores y os dejar�n uno.

El m�dico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.

-Bu-bu-bu-bu...

Media hora despu�s se detiene un coche ante la casa; lo env�an los se�ores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.

Pasa, al cabo, la noche y sale el Sol. La ma�ana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver c�mo sigue el marido.

Se oye llorar a un ni�o. Se oye tambi�n una canci�n:

"Duerme ni�o bonito�"

A Varka le parece su propia voz la voz que canta.

Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:

-�Acaban de operarle, pero ha muerto! �Santa gloria haya!... El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que deb�a hab�rsele operado hace mucho tiempo.

Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:

-�Mala p�cora! �El nene llorando y t� durmiendo!

Le da un tir�n de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sue�o irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.

El c�rculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a so�ar.

De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Vorka quiere acostarse tambi�n; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.

-�Una limosnita, por el amor de Dios! -implora la madre a los caminantes-. �Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!

-�Dame el ni�o! -grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka-. �Otra vez dormida, mala p�cora!

Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre est� junto a ella; s�lo ve a su ama, que ha venido a darle teta al ni�o.

Mientras el ni�o mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el c�rculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la ma�ana.

-�Toma al ni�o! -ordena a los pocos minutos el ama, aboton�ndose la camisa-. Siempre est� llorando. �No s� qu� le pasa!

Varka coge al ni�o, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerle. El c�rculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sue�o; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna, y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso pl�mbeo.

-�Varka, enciende la estufa! -grita el ama, al otro lado de la puerta.

Es de d�a. Hay que comenzar el trabajo.

Varka deja la cuna y corre por le�a a la porchada. Se anima un poco; es m�s f�cil resistir el sue�o andando que sentado.

Lleva le�a y enciende la estufa. La niebla que envolv�a su cerebro se va disipando.

-�Varka, prepara el samovar! -grita el ama.

Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:

-�Varka, l�mpiale los chanclos al amo!

Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que ser�a delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitaci�n de que los chismes que hay a su alrededor sigan movi�ndose y creciendo.

-�Varka, ve a lavar la escalera! -ordena el ama, a voces-. �Est� tan cochina, que cuando sube un parroquiano me averg�enzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende despu�s otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que m�s trabajo le cuesta es estar de pie, inm�vil, ante la mesa de la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las patatas toman formas fant�sticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sue�o: est� all� el ama, gorda, mal�vola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentaci�n de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...

Transcurre as� el d�a. Llega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonr�e de un modo est�pido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Hay aquella noche una visita.

-�Varka, enciende el samovar! -grita el ama.

El samovar es muy peque�o, y para que todos puedan tomar t� hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera �rdenes, fijos los ojos en los visitantes.

-�Varka, ve por vodka! Varka, �d�nde est� el sacacorchos? �Varka, limpia un arenque!

Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.

-�Varka, abraza al ni�o! -es la �ltima orden que oye.

Canta el grillo en la estufa. El c�rculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse arte los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.

"Duerme ni�o bonito�",

canturrea la pobre muchacha con voz so�olienta.

El ni�o grita como un condenado. Est� a dos dedos de encanarse.

Varka, medio dormida, sue�a con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con su madre, con su padre moribundo. No puedo darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. S�lo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, la impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qu� fuerza, qu� potencia es �sa, y no saca nada en limpio. Sin alientos ya, mira el c�rculo verde, las sombras... En este momento oye gritar al ni�o y se dice: "Ese es el enemigo que me impide vivir."

El enemigo es el ni�o.

Varka se echa a re�r. �C�mo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?

Completamente absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegr�a el pensar que va a librarse al punto del ni�o enemigo. Le matar� y podr� dormir lo que quiera.

Ri�ndose, gui�ando los ojos con malicia, se acerca con t�citos pasos a la cuna y se inclina sobre el ni�o.

Le atenaza con entrambas manos el cuello. El ni�o se pone azul, y a los pocos instantes muere.

Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sue�o profundo.


Otras miradas a Anton Ch�jov 

 

 

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(C) 2002. Daniel Azkona Coya, feliz escudero en un mundo de aspirantes a rey